sábado, 11 de junio de 2011

310.

Relato.

DEDICATORIAS

A los veinte años creyó haber encontrado el amor de su vida y escribió sus primeros poemas en serio después de algunos tanteos de adolescente. Eran poemas de amor, como no podía ser menos. Le gustaba leer y tenía maneras de poeta, así que le salieron unas composiciones muy dignas para su edad. Y prometedoras. Las reunió en un pequeño libro y lo presentó a un concurso. No lo ganó, pero quedó finalista. Fue un primer impulso en una carrera que contaría con días de oropel. Lo que más le ilusionó no fue el libro en sí, ni sus versos, sino la dedicatoria que abría el cuerpo de su producción. Sus palabras estaban destinadas a ese amor que las inspiró. El reconocimiento de su valía literaria no alcanzaba la altura de su temblor a la hora de leérselos a su amado a la luz de la luna, en la orilla de aquel mar que fue el testigo de su primer amor. El mismo día que recibió la notificación del fallo del concurso y la oferta de un editor de publicar su libro, el mismo día en que, corriendo con el telegrama en la mano, acudía a comunicárselo a su amado, éste la recibió cariacontecido y le dijo que ya no la amaba y que se iba. La escritora sufrió y de su dolor surgió un nuevo volumen más maduro, más original. Le llevó dos años terminarlo. A lo largo de ese período, fueron incrementándose sus lecturas, sus reflexiones sobre el arte de la poesía, sus tertulias y charlas con otros autores. Su carrera tenía ya rumbo y el bajel navegaba con buen viento. Le dedicó el libro a su madre, una persona corajuda, abandonada por su marido en la juventud, madre y padre, hermano y hermana de la artista, que siempre había estado a su lado cumpliendo con un papel que sobrepasaba la común cualidad de madre e iba más allá, mucho más allá. Aquella mujer excepcional que tanto colaboró con ella en hacerla caminar por la senda de la vida con el alma prieta y la mirada alta, falleció justo antes de que pudiera saber que su hija le había destinado unas hermosas frases en la página que daba acceso a su último poemario. Había guardado el secreto para darle la sorpresa. La anciana murió repentinamente de una embolia mientras preparaba la cena para ambas, justo el día antes de que la editorial le enviara sus ejemplares a la autora. En el ataúd, la escritora ya consagrada depositó uno de sus volúmenes oliendo aún a fresco. Y la vida continuó. Trabajó como profesora de Literatura en la Universidad, una labor que le permitía tener tiempo libre para su poesía. Fue afinando su estilo, quintaesenciando su contenido, aquilatando su ritmo y sus palabras. Fue acogiendo el reconocimiento de sus colegas. Sucesivamente, vino un libro dedicado a su amigo Miguel, que nunca llegó a ver aquellas palabras llenas de fervor, porque decidió suicidarse una tarde otoño bajo las sombras de una pertinaz depresión que jamás lo abandonó ni solo un día de su vida. A los tres años de esa tragedia, sacó a la luz un nuevo libro dedicado a su marido. No pudo aquel hombre disfrutar de la lectura de esos términos llenos de dulzura y tensión amorosa. Simplemente, no apareció en casa aquella tarde en que la escritora había depositado sobre la mesa del comedor un ejemplar de su libro a la espera de que lo abriera el esposo. En lugar de su marido, lo que había era una nota donde el hombre le comunicaba que se había ido a vivir con su amante a Nueva York y le daba el teléfono de un abogado con el que debía tramitar el divorcio. El último libro de poemas que escribió en su vida no se lo dedicó a nadie. Y no hubo más libros. Su talento pareció quedarse reseco, exhausto, aunque no su amor por la persona que la acompañó hasta el final de sus días, su única hija, la misma que le había inspirado ese último rumor de su corazón.

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