miércoles, 28 de abril de 2010

33.

Una vez asististe al recitado del Sutra del Corazón en el dōjō, el sitio específico donde tienen lugar las sesiones de meditación. El sutra es recitado en esa particular lengua litúrgica y literaria que han edificado los japoneses pronunciando a su manera los ideogramas chinos. Te pareció en ese momento una ceremonia absurda. Tu mente occidental necesita entender lo que se habla, máxime si estás en un lugar y en un momento en que lo trascendente intenta penetrar en la inmanencia de tu realidad. Influyó, crees, en esta impresión tuya la aversión hacia el latín que se abatió sobre la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II. Tú, a pesar de tu amor por las lenguas clásicas, fuiste partícipe de esa renovación por cuanto el momento de ese concilio es el momento de tu mayor fe. (No te sientas molesto porque de nuevo aparezca tu antigua religión en escena. Tu formación es católica, ya lo sabes, y esa circunstancia nada puede modificarla. Instintivamente, todo lo ves desde esa lente y hasta que no tomas consciencia de la forma en que ella configura los ojos de tu alma, no puedes desecharla y tomar otra que te guste más.) El Sutra del Corazón lo conocías antes de aquella mañana. Desde que tuviste conocimiento de él por primera vez, te marcó. Sentiste gravemente ilógico renunciar al sentido profundo que esas palabras tienen justo en el lugar donde mejor se recoge la herencia del Buda Shakyamuni. Una de las asistentes te aseguró que no importaba desconocer su significado, que sólo recitarlo tenía efectos beneficiosos para el espíritu. Tenía la mirada perdida y hablaba como si morara en otra dimensión, extremos que te hicieron recelar aún más de ese rito. Seguiste pensando que esa adhesión a los viejos rituales ya superados en Occidente era poco menos que una cerrilidad de los seguidores del zen. A ti el Sutra del Corazón te sugería un abismo donde la oscuridad se volvía luz y el desasosiego, liberación. Por eso, antes de aquel día lo habías memorizado y pronto en la noche, como un trasunto de aquellas viejas oraciones cristianas que te enseñaron a rezar antes de dormir, empezaste a recitarlo en tu interior. Sin embargo, al poco tiempo de emprender ese culto privado, te descubriste salmodiando en tu interior un texto que había perdido todo sentido. El impacto del primer choque con el sutra había desaparecido y su magia estaba disipada. Estabas realizando la misma acción con la misma disposición que mostrabas durante el rezo de aquellos interminables rosarios, que debías seguir junto con tus compañeros todas las tardes a las cuatro durante el mes de mayo en el colegio religioso donde pasaste tus primeros años escolares. Te diste cuenta de que la repetición continua de una frase o un texto (y las oraciones son textos) en tu propia lengua acaba por hacerles perder el sentido. Las palabras suenan huecas y dejan de comunicar. Por tanto, es mejor de entrada afrontar el sonido extraño de unas palabras sagradas que han de ser repetidas continuamente y cuyo sentido exacto es desconocido. Es mejor eso que acabar perdiendo el significado de unos textos que sí pertenecen a tu propia lengua. Esto último es descorazonador; lo primero es, simplemente, un rito. Encontraste, entonces, un argumento mejor que el de aquella etérea seguidora del zen y de paso diste con otra justificación para el mantenimiento de las lenguas litúrgicas, vivas en su momento, pero que fenecen incluso para los devotos con el paso del tiempo. Del mismo modo que rezar en latín sin entender el contenido de la oración, recitar el Sutra del Corazón en esa lengua inventada tiene su sentido. Cada doctrina, luego, justifica con argumentos abonados en sus propias tradiciones los motivos del mantenimiento de esas lenguas; pero tu argumento es también válido. Al final, recordar de vez en cuando el sutra en tu lengua y enriquecerte con su contenido gracias a esa tarea intelectualmente consciente es mejor que perder su profunda significación repitiendo sus palabras miles de veces hasta que dejen de sonarte a nada. Para las ceremonias que tienen lugar a diario, bienvenido el Hannya Haramita Shingyō, con sus sonidos incomprensibles. Igual que el Pater noster qui es in cœlis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario