jueves, 22 de abril de 2010

29.

Cuando el muro de los días se derrumba sobre tu melancolía, reincide el fantasma de la huida. Piensas que todo sería diferente en otro lugar, lejos de la indolencia de este sur que te asfixia. Durante esos instantes imaginas que tu vida sería mejor en otras tierras, en el norte, siempre en el norte, donde el sol no te atacara con los arpones de sus rayos. Se te atojan las ciudades donde las gentes no griten, ni los coches sean tan ruidosos, ni las calles resuenen a chatarra cuando tus pasos las traicionen con el deseo de cambiarlas por otras más limpias. Sueñas con cielos grises enseñoreados por la presteza de las nubes, con puertos donde los barcos aguarden dignamente el silencioso trajinar de marineros adustos, pero leales. La tristeza del norte en otoño te subyuga y la seriedad de quienes moran entre los témpanos de sus jornadas te parece lo más cercano que pueda existir al paraíso. Los nombres de lugares llenos de extrañas consonantes, de vocales redobladas con aditamentos en sus cuerpos resuenan en tus ojos cuando lees en el mapa su presencia. El norte, siempre el norte con su dignidad y su tristeza en invierno, con sus estallidos y alegrías en verano. Noches eternas y días interminables, lluvia, nieve, nubes, abrigos, gorros, el calor del hogar y de las cafeterías. Silencio, calma, tranquilidad, frente al desaforado vitalismo de este sur hipócrita, poblado de chamarileros que pretenden venderte su insolencia escondida bajo la superficie de una espléndida franqueza. Te irías, sin duda, te escaparías a una de esas ciudades del norte y, entonces, tu vida cambiaría. No volvería a sorprenderte esa negra sombra que te acecha para herirte con su zarpa cuando crees que se ha marchado para siempre. Adiós a la humanidad chabacana y mugrienta, adiós a los días de rabia y dientes apretados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario