lunes, 12 de abril de 2010

25.

A la hora de hacer balance de tu vida, esperas que determinados pasajes hayan justificado sus días. Antes del desastre, solías ir a recoger a tu hija al colegio. El lapso de tiempo abarca, aproximadamente, desde los tres años a los siete. Durante cuatro años estuviste saliendo de casa a las cuatro y cuarto de la tarde, recorrías algunas calles del centro de Sevilla con un libro bajo el brazo y accedías al patio central de aquel edificio construido al estilo tradicional sevillano donde te sentabas a leer. Era la ceremonia de la espera. Cuando daban las cinco, el rebullir de la chiquillería comenzaba a elevarse entre los solemnes muros y ella bajaba de su aula con la mochila en las manos, mirándote con una sonrisa. Luego, emprendíais el camino de vuelta. Insistía con frecuencia en el autobús. A veces, se ponía espléndida y solicitaba un taxi. Pero en veinte minutos de paseo, la casa estaba al alcance. En ocasiones accedías, pero cuando el trayecto era a pie, se producía el milagro. Había una librería en el camino de regreso. Pronto ella adoptó la costumbre de entrar a curiosear. Nunca crees que se borre de tu memoria su imagen, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas trasteando en la estantería baja donde el librero había depositado (sabia decisión) los libros infantiles. Allí pasaba un buen rato y, al cabo, salíamos con algún libro. No siempre, porque el presupuesto lo impedía; pero sí con frecuencia. Pasado el tiempo, los dependientes de la librería Reguera se acordaban de ella. No te extraña. Parejo a su recuerdo va el sentimiento de orgullo, de tarea cumplida, de plenitud vital que te embargaba al verla, tan pequeña, tan poquita cosa, ojear con pasión aquellos libros infantiles. A veces crees que, con todas sus amarguras, la vida te da alguna recompensa que en su aparente nimiedad las supera con creces.

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