jueves, 8 de abril de 2010

23.

Los que hemos imaginado alguna vez la presencia de Dios, nunca olvidamos su marca. Los que hemos luchado por mantener su señal en nuestros corazones, los que lo hemos buscado entre la tinieblas del lado oscuro de la vida y hemos creído albergarlo dentro de sus rincones, jamás nos desharemos de sus huellas. Los que hemos combatido cuerpo a cuerpo, como decía Blas de Otero, con su sombra, sin que, finalmente, hayamos podido apoderarnos de sus contornos esquivos, siempre estaremos heridos por la presencia de un hueco que nada llena:

Luchando cuerpo a cuerpo con las muerte,
al borde del abismo estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en un vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre horror a manos llenas.
Ser –y no ser- eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

(Blas de Otero, “Hombre”, Ángel fieramente humano, Buenos Aires, Losada, 1973, página 41)

Probablemente, buscarás el resto de tu vida una materia gaseosa y etérea con que rellenarlo. Ninguna otra, porque la añoranza de lo volátil sólo se mitiga con un vapor tan ligero o más que el añorado. Desde que un día de tu primera juventud aceptaste con una mezcla de resignación y de libertad que, seguramente, Dios no era sino una entelequia muy bien ideada por el inconsciente humano, tu vida se ha desenvuelto con altibajos durante los que recaías en su persecución o renunciabas a la misma con alivio. No crees en naciones ni ideales dignos de justificar una vida. Todo lo más, crees en personas concretas que te quieren y a las que quieres. Nada más. Has intentado llenar ese vacío con creencias políticas en algún momento, con vocaciones o con incursiones en otros cultos. Pero estás señalado por una incredulidad brotada de aquel momento de clarividencia y nada puede ya convencerte de que exista algo trascendente. Te quedarás, por tanto, con tu hueco lleno de vacío y, de vez en cuando, cuando la vida apriete tus entrañas con su lado oscuro, echarás de menos el viejo consuelo y envidiarás levemente a los engañados, a quienes no han visto la verdad y siguen dulcemente envueltos en los algodones de la mejor idea que nunca ha engendrado la mente humana. Por más que sea mentira.

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