martes, 6 de abril de 2010

21.

En tus intentos vanos por escribir literatura se editó milagrosamente un libro de relatos breves que pasó sin pena ni gloria. No le echas la culpa a los demás, sino a ti mismo. No eres un buen escritor. Y punto. Pero en ese libro pusiste tu alma y uno de los cuentos está dedicado al emperador Marco Aurelio. Sospechas que nadie, de los pocos lectores que lo tuvieran a su alcance, se haya dado cuenta del auténtico protagonista de estos pensamientos y de la atracción que Viena ejerce sobre ti:
Vindobona
Cada uno eligió dónde quedarse. Yo elegí quedarme aquí. Ocupo este lugar desde hace tiempo, mucho tiempo,en una dimensión que es ajena a los demás. Ellos miden los segundos y los siglos de un modo diferente. Tienen un marco reducido en su hálito de vida y esta circunstancia los somete a un estricto cálculo de las horas. Mi espacio es mucho más amplio. Tanto que ya dura casi dos milenios. ¿En cuántas ocasiones he tenido la oportunidad de detenerme a la orilla de este río inmenso y pensar cientos, miles de veces en las circunstancias de esto que no me atrevería a llamar existencia? Una cuenta absurda. A este espacio temporal lo acompaña mi ciudad inseparablemente. La he visto crecer lenta a lo largo de los tiempos, transformarse de un simple campamento militar en una ciudad cada vez mayor. He visto pasar por sus calles gentes con toda clase de vestimentas y de aspectos, aunque sus corazones han sido siempre los mismos y sus pasiones no han variado de aquéllas que conocí cuando respiraba el aire. En aquellos tiempos apenas era un montón de barracones, tiendas de campaña y una empalizada donde flotaban los estandartes y donde el águila de Júpiter proclamaba la grandeza de mi patria. Al otro lado del río ululaban enjambres de seres envueltos en pieles, hirsutos en sus gestos y sus ansias. Cuando los dioses decretaron la inmortalidad decidí quedarme en este páramo de vientos y nieves, junto a estas aguas que son una metáfora de mi alma. Otros decidieron quedarse en otros lugares. Hasta que triunfó el Galileo y los viejos dioses optaron por retirarse. Desde entonces, los que me siguieron moran en su paraíso o en su infierno tal como creyeron en vida, incluidos quienes habitaron estas moradas con el pretexto de ser sucesores nuestros. Era cierto que los dioses sentían especial predilección por mi patria, si no jamás hubieran atendido los decretos de divinización que aquel rebaño de corruptos llamado Senado aireaba a los cuatro vientos cada vez que alguno de nosotros moría. Y preferí este lugar porque aquí terminé mis días como mortal y mis angustias también, mi permanente lucha contra mí mismo y contra la cara más sombría del mundo, mi busca en pos de esa razón que mis maestros, ingenuos, consideraban rectora de todo lo que existe. Cesé de mi función y descansé de mi destino. Cuando dejé de ser hombre, comencé a ser feliz.

(Esperando a los bárbaros, Astorga, Editorial Akrón, 2008, págs. 32-33).

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