sábado, 17 de abril de 2010

27.

Te has leído con entusiasmo El nicho de la vergüenza, de Ismaíl Kadaré. Sabías de este autor desde hacía tiempo, pero no te habías adentrado en sus páginas aún. Lo viste en una estantería de la sección de libros de unos grandes almacenes. Es una edición de bolsillo, argumento imbatible a la hora de echar mano a la cartera y adquirir ese ejemplar y otro, llamado Crónica de piedra. Tardaste algo en arrancar, pero resististe el impulso se abandonar. A estas alturas de tu vida no tienes reparos en desechar los libros que te resultan enojosos, aunque sean de alguna de las vacas sagradas. Te ha pasado con James Joyce (el Ulises, of course) y con Juan Carlos Onetti (Tierra de nadie). Pronto te diste cuenta de que era un visión certeramente original de un episodio histórico: la rebelión del bajá Alí de Tepelena (o de Yoánina) contra el Imperio Turco y su derrota con decapitación incluida. El hecho es relatado desde el punto de vista de diferentes personajes implicados, aunque todos giran en torno a una especie de nicho que en una plaza destacada de Estambul recoge las cabezas cortadas de los traidores al Imperio para que sirvan de escarmiento. Por exigencias de la política, el nicho acabará albergando las cabezas del traidor y de quien lo venció, el bajá Hurshid, acusado falsamente por el sultán de haberse quedado con parte del tesoro que el renegado escondía en su fortaleza. El estilo es exacto, de una riqueza contenida. La novela está centrada en reflexión sobre la veleidad del poder y la intrascendencia de todo lo humano. Libro delicioso, al fin, y que te ha depositado a Kadaré sobre un pedestal en el que esperas mantenerlo con la lectura de sus demás libros traducidos al español. Aire fresco frente a esa literatura asfixiante que aterra las páginas de tantos libros emborronados en español, en inglés, o en francés. Transcribo un fragmento en el que, extrayendo la anécdota de la novela, se transparenta la labor a vida o muerte en que se convierte con frecuencia la tarea de escribir: Una mañana, un labriego de la provincia Seis fue encontrado de bruces en el suelo de barro de su choza con la ropa rasgada, los cabellos arrancados y heridas en el rostro producidas por sus propias uñas. Todavía estaba vivo, pero no acertaba a dar ninguna explicación acerca de la causa de su proceder. Poco después lo intentó, mas, si la explicación era confusa para él mismo, todavía resultaba menos inteligible a los oídos de quienes lo escuchaban. Pero más o menos se llegó a colegir que el hombre había pasado la noche en un largo combate consigo mismo, y que había sido una pelea terrible, igual que si hubiese luchado contra sus propios pulmones, sus nervios y sus venas. Según trataba de explicar, se había batido con las palabras del idioma, que eran pesadas y horribles en su arraigamiento; él había tratado de arrancarlas de sus basamentos para alinearlas de un modo nuevo, pero era difícil, oh, qué difícil, gemía, mostrando las uñas ensangrentadas, medio destrozadas. Oh, era imposible, casi acaban conmigo, y mostraba las señales en el cuello. La gente escuchaba, después se encogía de hombros y partía cabizbaja. Venían otros y observaban al hombre, que agonizaba sin llegar a contar quién le había herido, y partían también ellos, como los anteriores, suspirando. Eran incapaces de comprender que por primera vez, casi doscientos años después de que hubieran desaparecido sus últimas baladas, aquel hombre había tratado de componer una.

(Ismaíl Kadaré, El nicho de la vergüenza, trad. Ramón Sánchez Lizarralde, Madrid, Alianza Editorial, 2001, páginas 171-172)

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