lunes, 24 de mayo de 2010

42.

Cada mañana, cuando no estás en el campo, vas a comprar el pan y el periódico. Es un ritual que te reconcilia con la vida cotidiana, la más auténtica de todas las vidas. Los rostros de quien te atiende en la papelería y de quien te despacha el pan son parte de esa rutina que lejos de aburrirte, te confiere la certeza de lo firme. Mari Carmen, la que te pone el pan en una bolsa (una piña grande y dos molletes de Antequera pequeños, por favor), te dice que en el Instituto era gozosamente de Letras. Que su profesor de Griego le hizo aprender de memoria una lista de ciento ocho verbos irregulares (los aterradores verbos polirrizos). Que cuando les hablaba de literatura y de mitología, ella quedaba embobada. Y termina confesando que se le ha olvidado casi todo aquello de lo que sabía. Y sus ojos te miran con cierta tristeza. Hay más clientes y la charla, aunque estemos en un pueblo, aunque la gente nunca tenga prisa, no puede alzar el vuelo. Con poco tiempo cuentas para revelarle lo que piensas. Mari Carmen, no has olvidado nada de lo que es importante. Queda un poso, esa pátina de humanismo que da el roce con el saber de los viejos griegos, aunque se te hayan olvidado los temas de presente, futuro, aoristo y perfecto del verbo λείπω. Las leyendas y los poemas se han prendido de tu alma y actúan sobre ti del mismo modo que el corazón late sin que seas consciente o que tus pulmones respiran sin que tú los hagas palpitar. Quienes han amado a los griegos, los seguirán amando, por mucho que crean que ese amor ha fenecido. Están ahí; cuando quieras, podrás volver a ellos. Y sobre todo (¡sobre todo!) sabes que existieron y que fueron hermosos. Con eso basta. Al final, ésa es la recompensa del maestro, no que conserves en tu memoria por los decenios de los decenios la conjugación del verbo φέρω.

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