lunes, 19 de julio de 2010

69.

Siempre agradecerás a aquella profesora tuya que te abriera los ojos al griego a la edad de trece años. Fue en un Instituto de Bachillerato durante tu primer curso en el centro. El año que se iba deshaciendo día a día era el de 1972. En medio de sus aulas opacas, en un país grisáceo y timorato, una colección de sabios iluminaba con la luz del conocimiento las mentes de unos colegiales que intentaban afrontar sus propias sombras. No todos eran maestros, pero sí una buena parte. Y entre ellos para ti estaba ella. Tú ya ibas entusiasmado por el hormigueo de aquellas letras extrañas cuyos secretos intuías iban a cebarse sobre tu sentidos como el polen sobre las abejas. Con sus palabras serenas, con su carácter sencillo y geométrico, sólida como las columnas del Partenón y leve como los pliegues del peplo de la Atenea Pensativa, ella comenzó a inyectar en las venas de tu espíritu una dependencia salvadora por aquellas letras griegas y los secretos que sus sinuosidades escondían. Ella cimentó e impulsó definitivamente la construcción del edificio cuyos primeros ladrillos habías encontrado en las páginas de un rudimentario método de griego clásico. Empezaba tu gran extrañamiento, tus grandes viajes por ese Mediterráneo proceloso y odiseico que es tu alma; comenzaba el sentimiento de una elección tan deliberada y tan involuntaria como el amor. Su nombre, Esperanza Albarrán Gómez, Catedrática de Griego del Instituto de Bachillerato “San Isidoro” de Sevilla durante numerosos, imperecederos y nutricios años.

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