Otro relato. Esta vez con algún grano de ciencia-ficción.
METAMORFOSIS
Fuimos amigos desde la infancia. Nuestros padres eran vecinos en el barrio y nos matricularon en el mismo colegio. Él era animoso, valiente, despegado, alegre y deportista. Yo soy retraído, cobarde, apegado, aburrido y sedentario. Una extraña fusión se produjo entre ambos. Fue provocada, sin duda, por el hecho de que nuestros padres se ponían de acuerdo para llevarnos al colegio durante los primeros cursos, cuando aún éramos demasiado pequeños como para subir en el autobús escolar. Durante muchos años acudimos a jugar alternativamente a casa de uno y de otro. Luego, vino mi hermana. Él fue siempre hijo único. En el carácter era imagen clavada de su padre, un hombre panzón y bigotudo, campechano y bromista que gustaba hacerse acompañar de su esposa, una mujer oronda siempre maquillada, siempre en un punto, siempre con el arrobo en su mirada en presencia de ese marido extraordinario. De aquellos juegos comunes brotó la amistad a pesar de nuestras diferencias. De su parte, creo que yo suponía alguien a quien acoger. Por la mía, a buen seguro, veía en él una persona con los arrestos que me faltaban y la confianza en sí mismo de la que yo carecía. Del colegio fuimos a la escuela secundaria y de ésa a la Universidad. Por un azar decidimos estudiar lo mismo. Nos matriculamos en la Facultad de Física. Como vino siendo habitual desde el primer momento, él obtenía peores notas que yo. Le costaba estudiar, aunque poseía inteligencia suficiente como para superar limpiamente todos los cursos. Simplemente, era una cuestión de redaños. Él era más constante y con esa virtud superaba lo que para mí no representaba más que un esfuerzo menor. Terminamos la carrera, realizamos los postgrados pertinentes y pasamos varios años en los mismos centros del extranjero. Entre tanto, él había tenido diversas novias y yo sólo algún intento frustrado de seducir a alguna pobre segundona. No era raro que una pareja de amigas, una bien dotada, la otra feúcha, ligaran con nosotros. Para él era la vistosa, para mí la desfavorecida. Él la explotaba al máximo y yo me quedaba en puertas. Como no teníamos compromiso, aceptamos el puesto de investigadores en la estación espacial ISS-342 para el proyector de partículas interestelares. El destino llevaba aparejada la estancia durante varios meses en órbita alrededor de Marte junto con otro científico. Resultó ser un japonés de pocas palabras y muchas reverencias, pero laborioso como una colonia entera de hormigas. Los gobiernos de la Tierra estaban interesados en enviar algo a ese límite del Universo que había sido descubierto diez años antes. Como era impensable por el momento lanzar una expedición tripulada, se había promovido el diseño y construcción de un proyector que descompusiera los objetos y los enviara en partículas al extremo del Universo. Una vez allí, el objeto sería recompuesto. El campo de las partículas viajeras había sido el tema de nuestros trabajos de especialización y el puesto nos venía perfectamente ajustado a nuestros conocimientos. De este modo, tras medio año de preparación en el Centro Astronáutico del Pacífico, nos embarcaron en una lanzadera y en cuestión de unos días estuvimos instalados en la estación espacial después de haber pasado por la colonia marciana de Nueva Atlántida. Y comenzamos nuestro trabajo. El japonés ya estaba allí con sus flexiones de tronco, su sonrisa y sus escasas palabras. Nos recibió con una tableta de cálculos en las manos y un micrófono pegado a su mejilla. Todo iba bien hasta que un día (un día en órbita marciana) él empezó a mostrar los primeros síntomas de lo que pasado el tiempo se convertiría en su final. Los inicios fueron una cierta resistencia a levantarse para trabajar. Me extrañó porque nunca fue perezoso. En un comienzo, lo dejé estar porque pensaba que se encontraría enfermo. Pero poco a poco fui percatándome de que padecía algo más serio. Hubo algún día que permaneció acostado, sin levantarse ni para comer. El japonés destilaba cierta irritación detrás de su rostro de careta. El trabajo que no realizaba él, debíamos cubrirlo nosotros. Yo me mostraba comprensivo porque no en balde había sido mi amigo durante más de treinta años. Otro día, desperté viéndole los párpados cubiertos de una fina película parda que con el paso de las horas fue tornándose una capa queratinizada. El proceso continuó con la pérdida de masa muscular en las piernas y los brazos, con la aparición de un estertor en lugar de la respiración. Decidimos dar conocimiento del hecho a Nueva Atlántida. Desde la colonia nos aseguraron que en treinta horas un médico subiría hasta la estación para examinarlo. Las treinta horas transcurrieron y nadie apareció. A pesar de la situación, el japonés y yo seguíamos avanzando en el proyecto. Salvo algunos detalles finales, estaba ya a punto el inicio de la experimentación con cuerpos sólidos. Entre tanto, mi amigo seguía perdiendo musculatura y fibra. Las costillas se marcaban y los miembros eran largos palos que semejaban las pinzas de un cangrejo. Las manos y los pies surgieron un día debajo de los cobertores convertidos en dos largas púas aguzadas y amenazantes. De lo que suponíamos eran sus pulmones se exhalaba un ligero vapor a través de una boca ya hecha caparazón. El médico no aparecía y Nueva Atlántida no daba crédito a las imágenes que les ofrecíamos. Creo que empezaban a pensar que nuestras exclamaciones eran resultado del aislamiento, la tensión laboral y, quizá, nuevas alteraciones en el psiquismo humano provocadas por la estancia en el espacio bajo aquellas condiciones. Al japonés su rostro hermético se le fue contrayendo en un rictus de pánico. Porque mi amigo empezaba a tener la costumbre de sisear y hacer chocar sus pinzas cada vez que entrábamos en su cámara para ver cómo iba evolucionando su estado. Al cabo de unos días, decidió no entrar en aquel lugar y me dejó solo al cuidado de algo que ya no reconocía como el ser humano que había acompañado mi vida desde donde mi memoria alcanzaba. Sentía una mezcla de dolor, pesadumbre y miedo. Llegó un momento en que no sabía qué darle de comer. Le suministraba aquellos preparados que contenían sabores relacionados con el mar y evitaba proporcionarle los de carnes, verduras, cereales o frutas. Me preocupaba que se nos terminaran esos suministros concretos. La próxima nave de aprovisionamiento atracaría en el muelle de la estación en dos meses. En cuanto a las otras necesidades básicas, se comportaba como aquello en lo que estaba convirtiéndose. No pensaba en su higiene y sus excrementos, nada mal olientes para mi extrañeza, se enseñoreaban de aquella cama donde transcurrían las jornadas sin más movimiento que sus siseos y el entrechocar de sus pinzas. Todo era tan extraño. Pero seguíamos trabajando, aunque siempre con la mirada puesta en la entrada del laboratorio o de la sala del proyector. De Nueva Atlántida sólo nos llegaban palabras preguntando por el progreso de nuestra misión y minimizaban la supuesta transformación de uno de los miembros del equipo. Cuando mi amigo, o lo que fuese, apareció sorpresivamente en la sala del proyector, el japonés se quedó paralizado. Entre convulsiones, se adhirió a la pared y me miró aterrorizado. Grité derrotado por el pánico y sólo se me ocurrió decir “¡Mátalo, mátalo!”. Esa tarea parecía que iba a estar destinada a mí, porque él se encaminó hacia la mesa de control en la que me encontraba. La decisión fue rápida. Corrí hacia el proyector y él me siguió, logré esquivarlo en el último momento y lo encerré en la cápsula. El japonés entendió inmediatamente mis intenciones y se arrojó sobre la consola de mandos. A los pocos segundos, un suave zumbido reinó en la sala y en el interior de la cápsula, un resplandor liliáceo fue sustituyendo a mi amigo. Con todo, en esta historia lo que no comprendo es por qué he atravesado el espacio convertido en partículas y por qué se la estoy contando a usted.
viernes, 12 de noviembre de 2010
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Es curioso. Me recuerda a "La Metamorfosis" de Kafka, solo que desde otra perspectiva.
ResponderEliminarMe explico?