viernes, 5 de noviembre de 2010

131.

Zweig mira su infancia con los ojos de todos los niños que han sido felices. Aquel mundo no fue idílico, como ninguno antes y ninguno después; pero te regala una visión que te agrada. Para entender sus palabras debes pensar en su origen judío y en la posición que la burguesía judía ocupaba en Viena durante el Imperio. Bien te dice Hannah Arendt en uno de sus libros que los judíos de Galitizia o de Rutenia no pasaban de ser pobres campesinos incultos despreciados por todos. Pero Zweig era un joven nacido en el hogar de una familia judía cuya situación había sido favorecida por las atenciones que los Habsburgo habían vertido sobre su linaje. También Arendt da cuenta de esas diferencias entre los estratos sociales de los hijos de Moisés y de cómo esa cercanía a la más alta institución del estado provocó las envidias y los resentimientos de otros sectores que pensaban eran los únicos merecedores de los favores imperiales. No te extraña que añorase sus primeros años protegido por el manto del monarca y por la clara noción de que el campo de desarrollo de los judíos era el terreno de sus propias capacidades intelectuales, ya que otros ámbitos les estaban vedados. Tampoco te extraña que tras los años de huida, perseguido por el antisemitismo europeo, acabase sus días en Brasil, suicidado junto a su esposa, en plena II Guerra Mundial, abandonado de esperanzas y desilusionado por la pérdida de todos aquellos valores que sustentaron su existencia. Con la muerte de Zweig moría una idea de Europa y triunfaba la barbarie.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006. Véase en especial la primera parte: “Antisemitismo”, páginas 65-207.

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