lunes, 8 de noviembre de 2010

134.

Hubo una vez en Sevilla, la ciudad donde naciste, una exposición llamada Universal. Fue allá por principios de los años noventa del siglo XX. Multitud de países enviaron a sus representantes y construyeron una ciudad efímera donde el plástico y el cristal extendían su ambición por encima del ladrillo y el cemento. Todo fueron parabienes, modernidades y retórica. También dinero, mucho dinero y la corrupción que siempre lo acompaña cuando se junta con el poder político. Visitaste muchos pabellones, denominación oficial de esas casetas de diseño y fanfarria que constituían el orgullo del tingladillo. Probaste muchos platos más y menos exóticos. Y tuviste una pequeña iluminación. En el sentido primario de este término: la constatación de una realidad evidente que otras presencias más apabullantes ocultan y cuyo desvelamiento conduce a un nivel superior de saber y, por ahí, de conducta. Fue en el pabellón de la Comunidad Europea. Entonces no era aún Unión Europea. Paseando por los laberintos del pabellón te diste cuenta de que la historia de Europa es el relato de una continua guerra de todos contra todos. Eso es sabido, pero en aquella ocasión, se te presentó con claridad desbordante. ¿Cómo unir unos pueblos cuyas relaciones están más llenas de sangre que de sonrisas? El colofón de esa historia llena de muerte y desolación es el siglo XX. En el solar del Viejo Continente se gestaron las ideologías más terribles y las excusas más elaboradas para el exterminio. Aquí nació el nacionalsocialismo con sus campos de concentración y nació el comunismo, con sus cien millones de asesinados a sus espaldas. Sin el comunismo nacido en Europa, hubieran sido imposibles las matanzas de Mao en China y las de Pol Pot en Camboya; sin el militarismo colonial europeo y los fascismos no hubiera sido posible el Japón expansionista de las primeras décadas del siglo XX. Son escuetos ejemplos de la universalidad de esa parte maligna de la mente europea. Las llanuras, los ríos y las montañas de Europa contemplaron las dos guerras más aniquiladoras y sangrientas de la humanidad, en la que sus víctimas se cuentan por millones y en todas las escalas de la vida humana, desde ancianos hasta recién nacidos. La luz que el cristianismo y la Ilustración difundieron por el mundo estaba envuelta en un insidioso papel de regalo de color púrpura oscuro. Todo cambió tras las mareas de sangre que inundaron esta tierra durante la II Guerra Mundial. Tan radical fue su capacidad de aniquilación que los europeos no han vuelto a dirigir sus armas unos contra otros. Salvo el paréntesis de los siempre convulsos Balcanes durante los años noventa, claro está.

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