Continúa tu fascinación por Mario Vargas Llosa. Su último libro, El sueño del celta, llega a tus manos poco después de que fuera premiado con el Nobel. Más que una novela podrías calificarla de biografía novelada. La forma, esta vez, se ha subordinado a la historia y Vargas Llosa no da cauce a su maestría literaria. No hay recursos de la novelística moderna ni margen para la fantasía. A pesar de que la obra no ceda a la creatividad literaria, es apasionante. El estilo llano, casi periodístico le confiere el aspecto casi de crónica. Dirías que Vargas Llosa no ha permitido que un estilo brillante oculte la magnitud del contenido. El protagonista es el puntal de la obra. Dedica su vida a empresas donde la dignidad de la condición humana late con la fuerza de lo que quiere brotar limpiamente entre la escoria. El Congo propiedad privada de Leopoldo II de Bélgica, las plantaciones caucheras del Amazonas peruano y, finalmente, su Irlanda natal en lucha por la independencia. Y el héroe caído, ahorcado ante su traición por los mismos que lo habían ensalzado. Te quedas con esas palabras en las que el autor pone ante tus ojos una intuición que todos tenemos, pero a la que nos cuesta ceder por nuestra necesidad de maderos a los que aferrarnos en medio del naufragio que es la existencia humana: el héroe no es monolítico, sino un ser humano con sus luces y sus sombras. Roger Casement, el irlandés luchador y humanitario, era también un mortal con pasiones y dolor.
Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, Madrid, Alfaguara, 2010.
lunes, 29 de noviembre de 2010
domingo, 28 de noviembre de 2010
151.
Hay auroras en el otoño que te hacen desear visiones cuya realidad flota ligera en el limbo de los imposibles. Sueñas con un paisaje montañoso en Japón, el país de los dioses. Brumas, montañas a bocajarro de los senderos, frondas de árboles cuyos nombres ignoras y así es mejor porque al privarles de lo más humano quedan en las regiones del ser más puro. Voces de aves y pájaros que despiertan. Entre la maraña de epifanías de lo sagrado, oyes resonar una campana tañida con un tronco. Sale de las entrañas de un templo. Un monje se concentra en el sonido de bronce. La caducidad de todas las cosas, que parece clamar desde sus profundidades, se yergue poderosa. Hay amaneceres en que desearías creer tanto en algo como para sumirte en sus torbellinos y alcanzar un ligero atisbo de plenitud, aunque fuera en las volutas esponjosas del vacío. Creer tanto en algo como para poder abismarte horas y horas en meditación, dedicando los otros jirones de tu vida a tareas que los profanos creerían inanes. Te gustaría creer que con recto esfuerzo, sin alharacas, podrías llegar a despojarte del miedo y la esperanza. Hay mañanas en otoño en las que, más que otras, te hiere el punzón de tu descarnado escepticismo.
sábado, 27 de noviembre de 2010
150.
Efectivamente, encontrarás casos sin cuento en los que seres humanos han preferido perder su vida antes que renunciar a sus creencias. Los más tradicionales han sido los miles y miles de mártires cristianos. Pero hay una diferencia que eleva los casos de personajes como Peiró a la altura de los protagonistas helénicos. El sacrificio de los cristianos era encomiable. Y lo sigue siendo, porque aún hoy en día pervive la figura del verdugo especializado en el cristiano; sin embargo, su sacrificio tiene truco. El cristiano espera la vida eterna y una felicidad interminable. Su muerte es gozosa y esperanzada. Peiró y los héroes griegos no tenían tras de sí más que la nada o una pseudo existencia como sombra en el mundo del Hades, lo que no es sino un trasunto más cruel, si cabe, de la nada. Y si te atreves a imaginar que el antiguo ministro de la República quizás se temiera la inutilidad de sus ideas, la imposibilidad de ese futuro en el que centró sus ilusiones, cuando las siguientes generaciones pudieran recoger en su felicidad la semilla de su sacrificio; si, haciendo un esfuerzo de melancolía, supusieras que percibió cómo nada de lo luchado y padecido iba a merecer recompensa alguna, la envergadura de su dignidad se eleva hasta alcanzar las cumbres del antiguo Olimpo. Héroe contemporáneo donde la esperanza ya no tiene albergue, donde sólo queda abrazar la nada con la frente alta. Y conste que, de acuerdo con tu maestro Marco Aurelio (μὴ τὴν Πλάτωνος πολιτείαν ἔλπιζε: no esperes la República de Platón), tampoco el anarquismo seduce tus pensamientos.
viernes, 26 de noviembre de 2010
149.
El núcleo de Antígona, la tragedia de Sófocles, que es tanto como decir de toda tragedia griega, puedes verlo reencarnado continuamente a lo largo de la historia. Donde hay alguien que perece por causa de sus convicciones, siéndole posible evitar ese destino con la renuncia a sus ideas, ahí asistes a la resurrección de la hija de Edipo desde las cenizas del mito. Te lo cuenta el historiador Fernando García de Cortázar acerca de Juan Peiró un dirigente anarquista en la España sangrientamente renegrida de los años 30: Tras el verano [de 1936], los anarquistas ya están condenados a moverse en el drama español como actores de segunda fila. Juan Peiró, Federica Montseny, García Oliver y Juan López llegan al gobierno después de que los mejores asientos han sido ocupados. (…) En 1941, cuando ha caminado el exilio, camino odioso, peligrosísimo después de la invasión alemana de Francia, cuando ya [Juan Peiró] ha sido detenido por los nazis y enviado a las cárceles de Franco, cuando está en prisión esperando la sentencia de muerte, Peiró recibe la visita de varios jefes del falangismo. Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santamarina le ofrecen salvar la vida a cambio de su colaboración con el nacionalsindicalismo, lo que no debía de extrañarle, ya que los falangistas de primera hora siempre habían admirado el anticomunismo anarquista de la CNT y la visión organizativa y nacional de sus líderes, con los que compartían antiparlamentarismo y fantasías revolucionarias. Estrafalarios o no, los jóvenes falangistas se acercaron al veterano sindicalista con su oferta: conversión y vida. (…). Tiempo antes de ser fusilado, Peiró pasa unos minutos con su abogado. Cuando van a despedirse, el viejo sindicalista nota su desolación y le dice: “Váyase, no sufra. No ha podido hacer nada más…” Y con una terrible, calmosa indiferencia, añade: “No se preocupe. Me gano a mí mismo.” Al anarquista Juan Peiró, al igual que los héroes griegos, no le queda ya más que su propia dignidad de ser humano, plasmada a sangre y fuego en la coherencia con sus ideales y con su vida. Aquí no son los dioses los que decretan la muerte, ni el destino el que arrastra por las sendas que caprichosamente se le antojan, sino las letrinas de esa Historia que siempre pisa los mismos caminos empapados con la sangre de sus viandantes.
Fernando García de Cortázar, Los perdedores de la Historia de España, Barcelona, Planeta, 2006, páginas 454-456.
Fernando García de Cortázar, Los perdedores de la Historia de España, Barcelona, Planeta, 2006, páginas 454-456.
jueves, 25 de noviembre de 2010
148.
En algún lugar, Georg Steiner, ese erudito contemporáneo, políglota y ecuménico, dice que la literatura para ser buena debe tratar de Dios. Estás de acuerdo. Hay una literatura de evasión, perfectamente digna y aceptable en la que te has sumergido más de una vez. Su gran defecto es que los autores acaban hundidos en millones de dólares o euros, mientras que los escritores más selectos y menos enriquecidos los envidian acerbamente. Nada tienes que objetar a los libros best sellers. Ahora bien, tras la lectura de uno de esos tomos, tu alma sólo se queda con el regusto de una trama bien trazada y desarrollada en la que tienen lugar todos los tópicos literarios. Hay otra literatura que te atrae mucho más. Es la que te enseña nuevos mundos, la que te deja el poso de la reflexión, el regusto de la inquietud, la desazón o el orgullo de lo humano junto con el placer experimentado ante lo bello, ante lo compacto de un libro bien escrito. Esta es la literatura que trata de Dios, porque te pone en contacto con lo trascendente de la realidad a través de una anécdota que el buen escritor sabe desarrollar de la forma más adecuada y con un empleo creativo de los recursos literarios tradicionales. Tras la lectura una buena novela o un buen libro de relatos, la vida se ha convertido para ti en un terreno resbaladizo donde debes examinar el suelo para intentar caminar sin verte derrotado. Cuando cierras el best seller de turno, la vida sigue para ti como cuando lo empezaste a leer. Cuando cierras un buen libro, la vida ya no es igual.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
147.
Oración del Amanecer: Nadie te consultó nunca sobre el lugar ni el tiempo de tu nacimiento. Nadie te preguntó nunca sobre quiénes serían tus padres ni el resto de tu familia; nadie lo hizo sobre tus esposas, hijos y amistades o sobre tus futuras condiciones económicas y sociales. Nadie requirió tu opinión sobre cuál habría de ser tu carácter, tus talentos, tus dotes, vicios y virtudes. Antes de que vieras la luz del día por primera vez, nadie quiso saber tu parecer sobre los avatares de tu existencia, tus enfermedades, tus gozos y sufrimientos. Nadie, en fin, se interesó jamás sobre el lugar y el tiempo de tu muerte. Un buen día te encontraste aquí para ser objeto de exigencias por parte de todo y de todos. Hoy como ayer y como mañana.
martes, 23 de noviembre de 2010
146.
Pasas por un hospital. Es uno de esos grandes complejos que abarrotan los extrarradios de las ciudades modernas. Frente a la puerta principal se erige un monumento con ese aspecto de mole que tan alejado tiene el arte contemporáneo de la sensibilidad humana. Está dedicado a los donantes de órganos. Emergiendo del negro de la superficie, como alegando con su policromía la esencia variopinta del hombre, diversas estampas con imágenes de Cristos, Vírgenes y santos. No son muchas, sólo las suficientes para destacar sobre la afectada austeridad del monolito. Son las muestras del hondón de la humanidad. Ruegos anónimos que han convertido la burocracia en vida y lo oficial en realidad. Tras esas estampas, tras algún que otro ramo ajado de flores, crepita el deseo de luz y sol para seres cercanos que sufren en el interior de esa caja llena de cristales que nunca dan la luz suficiente a los que moran en su interior. Recuerdas esas habitaciones de hospital donde padeciste tanto tiempo, llenas de las mismas estampas. Evocas las conversaciones de los familiares sobre las destrezas milagreras de tal o cual imagen. Tú también rezaste en ese tiempo y tuviste esos reflejos de la religión sobre la cabecera de tu cama. Ahora, años ya tras la tormenta, cuando vas de ateo y ves los arañazos de esperanza sobre la estricta materia de aquel monumento, ruegas a Dios que te conceda el don de la coherencia para que no te traiciones a ti mismo en el postrer instante y reces, aterido, un Padre Nuestro.
lunes, 22 de noviembre de 2010
145.
A fin de cuentas, no aspiras a ser un boddhisattva, ni a la iluminación; no aspiras a ser un sabio, ni a poseer el don de la filosofía; no aspiras a ser famoso ni a que te saluden por la calle; no aspiras a ser rico ni a disfrutar de mil propiedades; tampoco ansías una vida larga a toda costa. Los anhelos del Fausto de Goethe te dejan frío. A fin de cuentas, sólo aspiras a que unos poquísimos te quieran y a que la vida no te duela demasiado.
sábado, 20 de noviembre de 2010
144.
El Buda afirmaba que su doctrina era el camino del medio. Para ti, que no pretendes ingresar en un monasterio y olvidarte plenamente del mundo, el intento de vivir con conciencia zen en ese mismo mundo puede aceptarse como la intención de poner las cosas en su sitio, de ser moderado en el encaje dentro de la realidad. La esencia del ser es no ser, ya que todo, excepto la materia, es un continuo hacerse y deshacerse. Dentro de ese mundo de las formas (que bien podrían asimilarse a las aristotélicas) la conciencia de existir no es sino una más. Y ya sabes que tú eres la conciencia de ti mismo, no otra cosa. El zen puede enseñarte a tomar las cosas como son, a plantearte la existencia como un transitar por una vía central en la que se descarta el apego absoluto al ser impermanente y la renuncia total de ese mismo ser tomando como excusa su radical vacuidad. Aproximándote a la realidad tal como es, aceptas que lo que vives es transitorio, perecedero y que tiene una importancia acorde con esa caducidad. Pero la visión clara del vacío esencial de todas las cosas no te lleva a abominar de esas formas entre las que te hallas y de las que eres una parte más.
viernes, 19 de noviembre de 2010
143.
Non habemus regem nisi Caesarem. No tenemos rey, sino César. (Oὐκ ἔχομεν βασιλέα εἰ μὴ Καίσαρα, Juan XIX 15). Con estas palabras tomadas del evangelio se le anunció al Consejo Real de Castilla la regencia del cardenal Cisneros en nombre de Carlos I como príncipe (ya que la Reina doña Juana vivía recluida), en virtud del testamento de Fernando el Católico. En Castilla se esperaba el gobierno del Infante don Fernando, hermano de Carlos I. La concentración en Carlos de Habsburgo de las posesiones Imperiales, las de Castilla y Aragón, las de Flandes y Borgoña convirtieron el siglo XVI español en un punto de encuentro de todas las tensiones y de toda la vitalidad de aquella Europa recién salida de la Edad Media. La corona de Carlos I de España y V del Sacro Imperio supuso una carga sobre el próspero reino castellano. Sobre sus espaldas recayeron los sacrificios de un César que enfocó su labor política en dos frentes: combatir al turco y restaurar la unidad católica en el Viejo Continente. Al mismo tiempo, el descubrimiento del Nuevo Mundo dio lugar a un debate sobre el papel de Castilla donde junto a la crudeza de la conquista destacan intelectuales que apelan a las mejores esencias del cristianismo. El libro de Joseph Pérez que acabas de concluir es breve, pero de una claridad e intensidad como sólo los intelectuales franceses (salvo Sartre) pueden conseguir. El mundo del César Carlos está también repleto de humanistas que todavía sueñan con un acuerdo entre el Catolicismo y la Reforma. Estamos en un siglo que recoge lo mejor de los siglos medievales y lo mejor del humanismo. Como protagonista un hombre con mentalidad caballeresca enfrentado a un mundo cambiante que no acaba de entender. Su final en el monasterio de Yuste es un reconocimiento a su fracaso y un gesto de grandeza. Pronto, Europa ardería en guerras de religión y la Monarquía Hispánica, salida de sus glorias iniciales, emprendería un largo camino que la llevaría, como ocurre a todo lo que existe, a la decadencia. Magnífico libro.
Joseph Pérez, Carlos V, Barcelona, Folio/ABC, 2004. La cita corresponde a la página 25.
Joseph Pérez, Carlos V, Barcelona, Folio/ABC, 2004. La cita corresponde a la página 25.
jueves, 18 de noviembre de 2010
142.
Otro relato perteneciente a la serie de monólogos de heroísnas mitológicas griegas.
IFIGENIA
Hubiera sido tan fácil odiar a mi padre. Pero no sería cierto. Las pasiones humanas, que arrollan la escasa sensatez que los dioses nos concedieron, también en mi caso habrían tenido terreno para extenderse y cercenar el sentimiento natural que enlaza una hija con quien le dio la vida. Hubiera sido comprensible que alguien me reprochara este sentimiento; yo hubiera aceptado sus recriminaciones. Pero si alguien tuvo alguna vez un padre cuya voz resonara en calma durante las noches de tormenta, podría comprenderme. Agamenón era un caudillo, un rey de reyes y el peso del cetro recaía sobre sus hombros encorvando su espalda. La posteridad lo juzgó mal. Los poetas dijeron que fue altivo y soberbio, que tenía un desmedido orgullo en razón del trono que ocupaba. ¿Acaso no son estas las cualidades que se esperan de quien encabeza formaciones integradas por miles de hombres? ¿Qué diríamos si su carácter hubiera sido dubitativo en las tareas del gobierno de Micenas, o sus palabras vacilantes y su gesto temeroso? Todo lo que hizo fue obra de su sentido de la responsabilidad. Y al decir todo, querría incluir por entero todas y cada una de sus decisiones. Por supuesto, también aquella que me condenó al sacrificio después de un engaño. Aquel irreparable engaño. No sería honrado por mi parte ocultar que la decepción fue inmensa cuando me enteré de que iba a Áulide no para casarme con Aquiles, sino para ser tendida como ofrenda cruenta en el altar de Ártemis. Al saber que la vieja culpa de mi padre había provocado su ira y la retención de los vientos que hubieran propiciado la ruta hacia Troya, me sentí víctima de una profunda injusticia a manos de un grupo de hombres ávidos de empapar sus manos con la sangre de sus enemigos. Aunque ninguna otra actitud hemos de esperar las mujeres de los hombres. Mi desilusión fue doble en aquellos momentos. Casarme con Aquiles era un sueño más delicioso que cualquier otro de los que mi espíritu había concebido anteriormente. Y en un instante, mi boda se desvaneció entre las brumas de los sueños perdidos, al mismo tiempo que el estupor invadía mis entrañas mientras miraba a mi padre preguntándole con los ojos la causa de su traición. Aquellos fueron los únicos instantes, breves, muy breves, durante los cuales creí derribar del pedestal la estatua en la que mi admiración había situado al rey de reyes. Escasos instantes fueron hasta que supe advertir en su mirada el dolor que le oscurecía el alma. Sabía bien que sus palabras rudas, que sus órdenes cortantes, que la aspereza de sus gestos disponiendo el sacrificio no eran sino la inevitable parafernalia con que el poder abruma los reales sentimientos de quienes lo poseen y lo padecen. Su frialdad no fue sino la pose de una efigie que debe impresionar a sus fieles. Y cuando el cuchillo cayó sobre mi cuello en el momento del golpe fatal, mis ojos se volvieron hacia su porte y me sumí serena en las sombras del Hades conocedora de que con mi sometimiento colaboraba con la misión que los dioses decretaron para mi padre. La sucesión de los crímenes que tuvieron lugar al regreso de Troya no tuvieron otro motivo sino por la ceguera de mis hermanos y el deseo de los dioses de mostrar a los mortales los caminos de su padecer en el mundo, esos escuetos límites en los que se desenvuelve su existencia. Pero estas son otras historias que a mí no me involucraron porque yo ya moraba en el reino de Hades y no en la tierra de la Táuride, invención con la que algunos poetas, sensibles y timoratos ante la realidad humana, pretendieron suavizar lo que entendieron como un crimen espantoso. Morí joven tras un engaño y una decepción, pero no tengo nada que reprochar al causante de mi ruina. Él fue, como todos nosotros, un simple objeto en manos de los dioses y mi vida, como la de todos nosotros, tenía sus días contados desde el momento de nacer. Y no hubiera sido digna rama del árbol de los Atridas si hubiera muerto entre gemidos y reproches y si hubiera conservado en esta eternidad de las almas que moran el Hades, un rencor hacia quien no tenía más opción que cumplir obediente con su destino. Junto A estos pensamientos ha añadido otros mucho más consoladores. En medio del sopor provocado por la muerte en las almas, advertí que gracias a la culpa de mi padre me evité los dolores del parto, la cólera ante las infidelidades de un marido cansado de dormir siempre con una misma mujer que, además, iba perdiendo su juventud y el final penoso de una ancianidad llena de achaques y lamentos en los desolados pasillos de un palacio extranjero.
IFIGENIA
Hubiera sido tan fácil odiar a mi padre. Pero no sería cierto. Las pasiones humanas, que arrollan la escasa sensatez que los dioses nos concedieron, también en mi caso habrían tenido terreno para extenderse y cercenar el sentimiento natural que enlaza una hija con quien le dio la vida. Hubiera sido comprensible que alguien me reprochara este sentimiento; yo hubiera aceptado sus recriminaciones. Pero si alguien tuvo alguna vez un padre cuya voz resonara en calma durante las noches de tormenta, podría comprenderme. Agamenón era un caudillo, un rey de reyes y el peso del cetro recaía sobre sus hombros encorvando su espalda. La posteridad lo juzgó mal. Los poetas dijeron que fue altivo y soberbio, que tenía un desmedido orgullo en razón del trono que ocupaba. ¿Acaso no son estas las cualidades que se esperan de quien encabeza formaciones integradas por miles de hombres? ¿Qué diríamos si su carácter hubiera sido dubitativo en las tareas del gobierno de Micenas, o sus palabras vacilantes y su gesto temeroso? Todo lo que hizo fue obra de su sentido de la responsabilidad. Y al decir todo, querría incluir por entero todas y cada una de sus decisiones. Por supuesto, también aquella que me condenó al sacrificio después de un engaño. Aquel irreparable engaño. No sería honrado por mi parte ocultar que la decepción fue inmensa cuando me enteré de que iba a Áulide no para casarme con Aquiles, sino para ser tendida como ofrenda cruenta en el altar de Ártemis. Al saber que la vieja culpa de mi padre había provocado su ira y la retención de los vientos que hubieran propiciado la ruta hacia Troya, me sentí víctima de una profunda injusticia a manos de un grupo de hombres ávidos de empapar sus manos con la sangre de sus enemigos. Aunque ninguna otra actitud hemos de esperar las mujeres de los hombres. Mi desilusión fue doble en aquellos momentos. Casarme con Aquiles era un sueño más delicioso que cualquier otro de los que mi espíritu había concebido anteriormente. Y en un instante, mi boda se desvaneció entre las brumas de los sueños perdidos, al mismo tiempo que el estupor invadía mis entrañas mientras miraba a mi padre preguntándole con los ojos la causa de su traición. Aquellos fueron los únicos instantes, breves, muy breves, durante los cuales creí derribar del pedestal la estatua en la que mi admiración había situado al rey de reyes. Escasos instantes fueron hasta que supe advertir en su mirada el dolor que le oscurecía el alma. Sabía bien que sus palabras rudas, que sus órdenes cortantes, que la aspereza de sus gestos disponiendo el sacrificio no eran sino la inevitable parafernalia con que el poder abruma los reales sentimientos de quienes lo poseen y lo padecen. Su frialdad no fue sino la pose de una efigie que debe impresionar a sus fieles. Y cuando el cuchillo cayó sobre mi cuello en el momento del golpe fatal, mis ojos se volvieron hacia su porte y me sumí serena en las sombras del Hades conocedora de que con mi sometimiento colaboraba con la misión que los dioses decretaron para mi padre. La sucesión de los crímenes que tuvieron lugar al regreso de Troya no tuvieron otro motivo sino por la ceguera de mis hermanos y el deseo de los dioses de mostrar a los mortales los caminos de su padecer en el mundo, esos escuetos límites en los que se desenvuelve su existencia. Pero estas son otras historias que a mí no me involucraron porque yo ya moraba en el reino de Hades y no en la tierra de la Táuride, invención con la que algunos poetas, sensibles y timoratos ante la realidad humana, pretendieron suavizar lo que entendieron como un crimen espantoso. Morí joven tras un engaño y una decepción, pero no tengo nada que reprochar al causante de mi ruina. Él fue, como todos nosotros, un simple objeto en manos de los dioses y mi vida, como la de todos nosotros, tenía sus días contados desde el momento de nacer. Y no hubiera sido digna rama del árbol de los Atridas si hubiera muerto entre gemidos y reproches y si hubiera conservado en esta eternidad de las almas que moran el Hades, un rencor hacia quien no tenía más opción que cumplir obediente con su destino. Junto A estos pensamientos ha añadido otros mucho más consoladores. En medio del sopor provocado por la muerte en las almas, advertí que gracias a la culpa de mi padre me evité los dolores del parto, la cólera ante las infidelidades de un marido cansado de dormir siempre con una misma mujer que, además, iba perdiendo su juventud y el final penoso de una ancianidad llena de achaques y lamentos en los desolados pasillos de un palacio extranjero.
martes, 16 de noviembre de 2010
141.
Las palabras son entes sometidos a los azares propios de todos los entes. Nacen en el líquido amniótico de la arbitrariedad, se desarrollan, se reproducen, decaen y mueren. A lo largo de su vida, van perdiendo memoria de los primeros pasos y en el ocaso apenas semejan lo que fueron en etapas pasadas. Las palabras son entes que hacen aflorar evocaciones a quienes las ven, del mismo modo que un paisaje, un objeto o un ser amado. Por azar, como todo en el ser, has presenciado el retorno a tus ojos de una palabra que ha levantado una telaraña de recuerdos. "Ultramarinos". También como todo ser, nació vinculada a lo que la generaba. Sus padres vivían más allá del mar, porque los ultramarinos eran los productos de América, especialmente de Cuba. Cuando la pronuncias atendiendo a su sentido primigenio, huele a barcos de vela y vapor volviendo del Caribe al son de una habanera. Las tiendas de ultramrinos siguieron llamándose así aun cuando se perdieron las joyas de aquella arruinada Corona. “Ultramarinos” es la culpable de que procedente de los bajíos de tu memoria hayan alzado el vuelo escenas que parecían perdidas. Así pregonaba en un cartel su finalidad el tambucho donde dos o tres esforzados dependientes ataviados de batas grises se escurrían tras un mostrador de madera, danzando entre barriles abiertos llenos de sardinas secas, quesos, jamones colgantes (escasos, dirías), cajas de galletas, bombonas de caramelos y mil artículos más que sería interminable enumerar. "Ultramarinos" te huele a una infancia durante la cual tu madre te enviaba (¡aquellos tiempos en Sevilla donde un niño de nueve o diez años podía deambular solo sin temores!) a comprar lo que se le había olvidado y precisaba a última hora. Odiabas esos mandados, pero no había excusas. Los odiabas porque los dependientes nunca hacían caso a los niños. Siempre estabas plantado junto a una vieja o una señorona que se colaba, y hasta que un alma caritativa no te miraba y apelaba al tendero, "Atiende a esta criatura, que estaba antes", no accedías al privilegio del cuarto y mitad de algo. “Ultramarinos”, como tu infancia, ya no está vigente. Sólo es un recuerdo bordado con los hilos ajados de la nostalgia. Como todo en el ser.
lunes, 15 de noviembre de 2010
140.
Leer El expediente H. de Ismaíl Kadaré te ha resultado estimulante. Una pareja de investigadores americanos arriba a una ciudad provinciana de Albania con un primitivo magnetófono. Corren los primeros decenios del siglo XX. Las autoridades del país alertan al subprefecto de la ciudad: sospechan que pueda tratarse de espías. Sin embargo, los americanos sólo pretenden demostrar una hipótesis. Según ellos, los cantos homéricos tendrían en los lahutarë albaneses una réplica viviente. Los lahutarë eran rapsodas errantes que iban de posada en posada entonando cantos épicos de la tradición popular albanesa. Se acompañaban en su canto de un instrumento llamado lahut, de un particular gesto de la mano sobre la oreja y de una voz deformada. Querían demostrar los investigadores el origen oral de la épica de Homero mediante la grabación de las creaciones de los rapsodas albaneses con su improvisación y las alteraciones que sufrían en cada recitado. Te resultaba familiar esa teoría porque la estudiaste durante tu carrera. El nombre original del erudito que la formuló y demostró fue Milman Parry. Kadaré aprovecha la anécdota de aquella visita y del proceso de entrevistas y grabaciones de los lahutarë para adobarlas con las pesquisas de un espía local, los sueños eróticos de la esposa del subprefecto en cuyos sueños se veía seducida por uno de aquellos extranjeros, las aprensiones de su marido y las ansias de promoción del ministro que pretende encarcelarlos bajo acusaciones de espionaje y así puedan escribir una biografía panegírica del rey de Albania. Las descripciones de la posada donde se alojan los americanos te han sumergido en el ambiente de aquel país durante aquellos años y la reproducción de los comentarios de los investigadores te ha retrotraído a las aulas de la universidad. Desde un primer momento, te resultaron atrayentes esas explicaciones sobre las inconsecuencias de Homero después de tantos siglos durante los cuales los eruditos intentaron hallar una explicación a esos supuestos fallos en un autor que era considerado el modelo de toda literatura. Al final, unos monjes ortodoxos serbios, ayudados por un eremita local, asaltan la posada y destruyen el magnetófono junto con las cintas. La razón de esa fechoría se basaba en la envidia que sentían porque los americanos hubieran preferido investigar la épica oral en territorio albanés, en vez de serbio. Aunque ambas tradiciones presentaban idénticos motivos, Kadaré deja bien claro que los albaneses estuvieron antes en aquellas tierras que los eslavos. De este modo, el eterno odio que hiere las tierras balcánicas irrumpe como suele hacerlo en aquellos pagos, con la violencia. El Expediente H. es el Expediente Homero, claro está. Tras la lectura, te has afirmado en tu adicción a Kadaré y has emprendido la lectura de otra novela suya.
Ismaíl Kadaré, El expediente H., Madrid, Alianza, 2001.
Ismaíl Kadaré, El expediente H., Madrid, Alianza, 2001.
sábado, 13 de noviembre de 2010
139.
Don Ramón Carande y Thovar fue un reconocido Catedrático de la Universidad de Sevilla. Su campo de estudio se centró en la historia económica. Escribió entre otros muchos un libro magistral, Carlos V y sus banqueros, obra de culto entre los estudiosos. Hombre perteneciente a esa minoría ilustrada y europea que pudo ser, y no fue, la élite que hubiera convertido España en algo mejor de lo que era y es, si la hubieran dejado. Lo conociste ya bastante anciano, allá por los finales 70 del siglo pasado. Era el profesor melena blanca, gafas amplias, pipa sempiterna, sonrisa no menos sempiterna, bastón y paso largo por los llanos trotaderos de Sevilla. Fue gracias a una de sus nietas, compañera en la Facultad y primer amor de tu vida. Le gustaba a Don Ramón rodearse de jóvenes y vosotros lo observabais con ese tipo de devoción que entre determinados personas levanta la presencia de seres intelectualmente superiores. Un atardecer, estabais en un bar. Los cafés se desperdigaban por la mesa. El maestro hablaba y vosotros escuchabais. Aparecieron entonces dos muchachas que resultaron ser conocidas de uno de vosotros. Eran alemanas, rubias, bellas y espléndidas. Eran también alumnas en la Universidad. Don Ramón se les quedó mirando con ese rabillo malicioso propio de quien no sólo degustó los encantos de la investigación, sino también la compañía de hermosos ejemplares del sexo femenino. "¿De qué parte de Alemania provienen, señoritas?" preguntó el sabio. Ellas respondieron entre sonrisas nerviosas que de Heidelberg. "¡Oh!" replicó Don Ramón "Yo conozco Heidelberg. ¡Qué ciudad tan hermosa!" Más risitas trémulas de las Valkirias. "¡Ah, sí! ¿Y cuándo fue?" Don Ramón respondió con una oceánica naturalidad tras aspirar de su pipa: "En 1911." Todavía recuerdas el gesto de las germanas ante aquella declaración. No sabes qué les pasaría por la mente, pero a ti se te antojó que sólo le quedó añadir: "Y una noche cené con el Kaiser."
viernes, 12 de noviembre de 2010
138.
Otro relato. Esta vez con algún grano de ciencia-ficción.
METAMORFOSIS
Fuimos amigos desde la infancia. Nuestros padres eran vecinos en el barrio y nos matricularon en el mismo colegio. Él era animoso, valiente, despegado, alegre y deportista. Yo soy retraído, cobarde, apegado, aburrido y sedentario. Una extraña fusión se produjo entre ambos. Fue provocada, sin duda, por el hecho de que nuestros padres se ponían de acuerdo para llevarnos al colegio durante los primeros cursos, cuando aún éramos demasiado pequeños como para subir en el autobús escolar. Durante muchos años acudimos a jugar alternativamente a casa de uno y de otro. Luego, vino mi hermana. Él fue siempre hijo único. En el carácter era imagen clavada de su padre, un hombre panzón y bigotudo, campechano y bromista que gustaba hacerse acompañar de su esposa, una mujer oronda siempre maquillada, siempre en un punto, siempre con el arrobo en su mirada en presencia de ese marido extraordinario. De aquellos juegos comunes brotó la amistad a pesar de nuestras diferencias. De su parte, creo que yo suponía alguien a quien acoger. Por la mía, a buen seguro, veía en él una persona con los arrestos que me faltaban y la confianza en sí mismo de la que yo carecía. Del colegio fuimos a la escuela secundaria y de ésa a la Universidad. Por un azar decidimos estudiar lo mismo. Nos matriculamos en la Facultad de Física. Como vino siendo habitual desde el primer momento, él obtenía peores notas que yo. Le costaba estudiar, aunque poseía inteligencia suficiente como para superar limpiamente todos los cursos. Simplemente, era una cuestión de redaños. Él era más constante y con esa virtud superaba lo que para mí no representaba más que un esfuerzo menor. Terminamos la carrera, realizamos los postgrados pertinentes y pasamos varios años en los mismos centros del extranjero. Entre tanto, él había tenido diversas novias y yo sólo algún intento frustrado de seducir a alguna pobre segundona. No era raro que una pareja de amigas, una bien dotada, la otra feúcha, ligaran con nosotros. Para él era la vistosa, para mí la desfavorecida. Él la explotaba al máximo y yo me quedaba en puertas. Como no teníamos compromiso, aceptamos el puesto de investigadores en la estación espacial ISS-342 para el proyector de partículas interestelares. El destino llevaba aparejada la estancia durante varios meses en órbita alrededor de Marte junto con otro científico. Resultó ser un japonés de pocas palabras y muchas reverencias, pero laborioso como una colonia entera de hormigas. Los gobiernos de la Tierra estaban interesados en enviar algo a ese límite del Universo que había sido descubierto diez años antes. Como era impensable por el momento lanzar una expedición tripulada, se había promovido el diseño y construcción de un proyector que descompusiera los objetos y los enviara en partículas al extremo del Universo. Una vez allí, el objeto sería recompuesto. El campo de las partículas viajeras había sido el tema de nuestros trabajos de especialización y el puesto nos venía perfectamente ajustado a nuestros conocimientos. De este modo, tras medio año de preparación en el Centro Astronáutico del Pacífico, nos embarcaron en una lanzadera y en cuestión de unos días estuvimos instalados en la estación espacial después de haber pasado por la colonia marciana de Nueva Atlántida. Y comenzamos nuestro trabajo. El japonés ya estaba allí con sus flexiones de tronco, su sonrisa y sus escasas palabras. Nos recibió con una tableta de cálculos en las manos y un micrófono pegado a su mejilla. Todo iba bien hasta que un día (un día en órbita marciana) él empezó a mostrar los primeros síntomas de lo que pasado el tiempo se convertiría en su final. Los inicios fueron una cierta resistencia a levantarse para trabajar. Me extrañó porque nunca fue perezoso. En un comienzo, lo dejé estar porque pensaba que se encontraría enfermo. Pero poco a poco fui percatándome de que padecía algo más serio. Hubo algún día que permaneció acostado, sin levantarse ni para comer. El japonés destilaba cierta irritación detrás de su rostro de careta. El trabajo que no realizaba él, debíamos cubrirlo nosotros. Yo me mostraba comprensivo porque no en balde había sido mi amigo durante más de treinta años. Otro día, desperté viéndole los párpados cubiertos de una fina película parda que con el paso de las horas fue tornándose una capa queratinizada. El proceso continuó con la pérdida de masa muscular en las piernas y los brazos, con la aparición de un estertor en lugar de la respiración. Decidimos dar conocimiento del hecho a Nueva Atlántida. Desde la colonia nos aseguraron que en treinta horas un médico subiría hasta la estación para examinarlo. Las treinta horas transcurrieron y nadie apareció. A pesar de la situación, el japonés y yo seguíamos avanzando en el proyecto. Salvo algunos detalles finales, estaba ya a punto el inicio de la experimentación con cuerpos sólidos. Entre tanto, mi amigo seguía perdiendo musculatura y fibra. Las costillas se marcaban y los miembros eran largos palos que semejaban las pinzas de un cangrejo. Las manos y los pies surgieron un día debajo de los cobertores convertidos en dos largas púas aguzadas y amenazantes. De lo que suponíamos eran sus pulmones se exhalaba un ligero vapor a través de una boca ya hecha caparazón. El médico no aparecía y Nueva Atlántida no daba crédito a las imágenes que les ofrecíamos. Creo que empezaban a pensar que nuestras exclamaciones eran resultado del aislamiento, la tensión laboral y, quizá, nuevas alteraciones en el psiquismo humano provocadas por la estancia en el espacio bajo aquellas condiciones. Al japonés su rostro hermético se le fue contrayendo en un rictus de pánico. Porque mi amigo empezaba a tener la costumbre de sisear y hacer chocar sus pinzas cada vez que entrábamos en su cámara para ver cómo iba evolucionando su estado. Al cabo de unos días, decidió no entrar en aquel lugar y me dejó solo al cuidado de algo que ya no reconocía como el ser humano que había acompañado mi vida desde donde mi memoria alcanzaba. Sentía una mezcla de dolor, pesadumbre y miedo. Llegó un momento en que no sabía qué darle de comer. Le suministraba aquellos preparados que contenían sabores relacionados con el mar y evitaba proporcionarle los de carnes, verduras, cereales o frutas. Me preocupaba que se nos terminaran esos suministros concretos. La próxima nave de aprovisionamiento atracaría en el muelle de la estación en dos meses. En cuanto a las otras necesidades básicas, se comportaba como aquello en lo que estaba convirtiéndose. No pensaba en su higiene y sus excrementos, nada mal olientes para mi extrañeza, se enseñoreaban de aquella cama donde transcurrían las jornadas sin más movimiento que sus siseos y el entrechocar de sus pinzas. Todo era tan extraño. Pero seguíamos trabajando, aunque siempre con la mirada puesta en la entrada del laboratorio o de la sala del proyector. De Nueva Atlántida sólo nos llegaban palabras preguntando por el progreso de nuestra misión y minimizaban la supuesta transformación de uno de los miembros del equipo. Cuando mi amigo, o lo que fuese, apareció sorpresivamente en la sala del proyector, el japonés se quedó paralizado. Entre convulsiones, se adhirió a la pared y me miró aterrorizado. Grité derrotado por el pánico y sólo se me ocurrió decir “¡Mátalo, mátalo!”. Esa tarea parecía que iba a estar destinada a mí, porque él se encaminó hacia la mesa de control en la que me encontraba. La decisión fue rápida. Corrí hacia el proyector y él me siguió, logré esquivarlo en el último momento y lo encerré en la cápsula. El japonés entendió inmediatamente mis intenciones y se arrojó sobre la consola de mandos. A los pocos segundos, un suave zumbido reinó en la sala y en el interior de la cápsula, un resplandor liliáceo fue sustituyendo a mi amigo. Con todo, en esta historia lo que no comprendo es por qué he atravesado el espacio convertido en partículas y por qué se la estoy contando a usted.
METAMORFOSIS
Fuimos amigos desde la infancia. Nuestros padres eran vecinos en el barrio y nos matricularon en el mismo colegio. Él era animoso, valiente, despegado, alegre y deportista. Yo soy retraído, cobarde, apegado, aburrido y sedentario. Una extraña fusión se produjo entre ambos. Fue provocada, sin duda, por el hecho de que nuestros padres se ponían de acuerdo para llevarnos al colegio durante los primeros cursos, cuando aún éramos demasiado pequeños como para subir en el autobús escolar. Durante muchos años acudimos a jugar alternativamente a casa de uno y de otro. Luego, vino mi hermana. Él fue siempre hijo único. En el carácter era imagen clavada de su padre, un hombre panzón y bigotudo, campechano y bromista que gustaba hacerse acompañar de su esposa, una mujer oronda siempre maquillada, siempre en un punto, siempre con el arrobo en su mirada en presencia de ese marido extraordinario. De aquellos juegos comunes brotó la amistad a pesar de nuestras diferencias. De su parte, creo que yo suponía alguien a quien acoger. Por la mía, a buen seguro, veía en él una persona con los arrestos que me faltaban y la confianza en sí mismo de la que yo carecía. Del colegio fuimos a la escuela secundaria y de ésa a la Universidad. Por un azar decidimos estudiar lo mismo. Nos matriculamos en la Facultad de Física. Como vino siendo habitual desde el primer momento, él obtenía peores notas que yo. Le costaba estudiar, aunque poseía inteligencia suficiente como para superar limpiamente todos los cursos. Simplemente, era una cuestión de redaños. Él era más constante y con esa virtud superaba lo que para mí no representaba más que un esfuerzo menor. Terminamos la carrera, realizamos los postgrados pertinentes y pasamos varios años en los mismos centros del extranjero. Entre tanto, él había tenido diversas novias y yo sólo algún intento frustrado de seducir a alguna pobre segundona. No era raro que una pareja de amigas, una bien dotada, la otra feúcha, ligaran con nosotros. Para él era la vistosa, para mí la desfavorecida. Él la explotaba al máximo y yo me quedaba en puertas. Como no teníamos compromiso, aceptamos el puesto de investigadores en la estación espacial ISS-342 para el proyector de partículas interestelares. El destino llevaba aparejada la estancia durante varios meses en órbita alrededor de Marte junto con otro científico. Resultó ser un japonés de pocas palabras y muchas reverencias, pero laborioso como una colonia entera de hormigas. Los gobiernos de la Tierra estaban interesados en enviar algo a ese límite del Universo que había sido descubierto diez años antes. Como era impensable por el momento lanzar una expedición tripulada, se había promovido el diseño y construcción de un proyector que descompusiera los objetos y los enviara en partículas al extremo del Universo. Una vez allí, el objeto sería recompuesto. El campo de las partículas viajeras había sido el tema de nuestros trabajos de especialización y el puesto nos venía perfectamente ajustado a nuestros conocimientos. De este modo, tras medio año de preparación en el Centro Astronáutico del Pacífico, nos embarcaron en una lanzadera y en cuestión de unos días estuvimos instalados en la estación espacial después de haber pasado por la colonia marciana de Nueva Atlántida. Y comenzamos nuestro trabajo. El japonés ya estaba allí con sus flexiones de tronco, su sonrisa y sus escasas palabras. Nos recibió con una tableta de cálculos en las manos y un micrófono pegado a su mejilla. Todo iba bien hasta que un día (un día en órbita marciana) él empezó a mostrar los primeros síntomas de lo que pasado el tiempo se convertiría en su final. Los inicios fueron una cierta resistencia a levantarse para trabajar. Me extrañó porque nunca fue perezoso. En un comienzo, lo dejé estar porque pensaba que se encontraría enfermo. Pero poco a poco fui percatándome de que padecía algo más serio. Hubo algún día que permaneció acostado, sin levantarse ni para comer. El japonés destilaba cierta irritación detrás de su rostro de careta. El trabajo que no realizaba él, debíamos cubrirlo nosotros. Yo me mostraba comprensivo porque no en balde había sido mi amigo durante más de treinta años. Otro día, desperté viéndole los párpados cubiertos de una fina película parda que con el paso de las horas fue tornándose una capa queratinizada. El proceso continuó con la pérdida de masa muscular en las piernas y los brazos, con la aparición de un estertor en lugar de la respiración. Decidimos dar conocimiento del hecho a Nueva Atlántida. Desde la colonia nos aseguraron que en treinta horas un médico subiría hasta la estación para examinarlo. Las treinta horas transcurrieron y nadie apareció. A pesar de la situación, el japonés y yo seguíamos avanzando en el proyecto. Salvo algunos detalles finales, estaba ya a punto el inicio de la experimentación con cuerpos sólidos. Entre tanto, mi amigo seguía perdiendo musculatura y fibra. Las costillas se marcaban y los miembros eran largos palos que semejaban las pinzas de un cangrejo. Las manos y los pies surgieron un día debajo de los cobertores convertidos en dos largas púas aguzadas y amenazantes. De lo que suponíamos eran sus pulmones se exhalaba un ligero vapor a través de una boca ya hecha caparazón. El médico no aparecía y Nueva Atlántida no daba crédito a las imágenes que les ofrecíamos. Creo que empezaban a pensar que nuestras exclamaciones eran resultado del aislamiento, la tensión laboral y, quizá, nuevas alteraciones en el psiquismo humano provocadas por la estancia en el espacio bajo aquellas condiciones. Al japonés su rostro hermético se le fue contrayendo en un rictus de pánico. Porque mi amigo empezaba a tener la costumbre de sisear y hacer chocar sus pinzas cada vez que entrábamos en su cámara para ver cómo iba evolucionando su estado. Al cabo de unos días, decidió no entrar en aquel lugar y me dejó solo al cuidado de algo que ya no reconocía como el ser humano que había acompañado mi vida desde donde mi memoria alcanzaba. Sentía una mezcla de dolor, pesadumbre y miedo. Llegó un momento en que no sabía qué darle de comer. Le suministraba aquellos preparados que contenían sabores relacionados con el mar y evitaba proporcionarle los de carnes, verduras, cereales o frutas. Me preocupaba que se nos terminaran esos suministros concretos. La próxima nave de aprovisionamiento atracaría en el muelle de la estación en dos meses. En cuanto a las otras necesidades básicas, se comportaba como aquello en lo que estaba convirtiéndose. No pensaba en su higiene y sus excrementos, nada mal olientes para mi extrañeza, se enseñoreaban de aquella cama donde transcurrían las jornadas sin más movimiento que sus siseos y el entrechocar de sus pinzas. Todo era tan extraño. Pero seguíamos trabajando, aunque siempre con la mirada puesta en la entrada del laboratorio o de la sala del proyector. De Nueva Atlántida sólo nos llegaban palabras preguntando por el progreso de nuestra misión y minimizaban la supuesta transformación de uno de los miembros del equipo. Cuando mi amigo, o lo que fuese, apareció sorpresivamente en la sala del proyector, el japonés se quedó paralizado. Entre convulsiones, se adhirió a la pared y me miró aterrorizado. Grité derrotado por el pánico y sólo se me ocurrió decir “¡Mátalo, mátalo!”. Esa tarea parecía que iba a estar destinada a mí, porque él se encaminó hacia la mesa de control en la que me encontraba. La decisión fue rápida. Corrí hacia el proyector y él me siguió, logré esquivarlo en el último momento y lo encerré en la cápsula. El japonés entendió inmediatamente mis intenciones y se arrojó sobre la consola de mandos. A los pocos segundos, un suave zumbido reinó en la sala y en el interior de la cápsula, un resplandor liliáceo fue sustituyendo a mi amigo. Con todo, en esta historia lo que no comprendo es por qué he atravesado el espacio convertido en partículas y por qué se la estoy contando a usted.
jueves, 11 de noviembre de 2010
137.
Siempre creíste que las preferencias de Sigmund Freud por recurrir a los mitos griegos en el momento de nombrar sus descubrimientos procedían de una afición personal. Desde tu mente moderna donde hay un abismo entre lo que se ha venido en denominar “ciencias” y “letras”, o más recientemente, “humanidades”, te resultaba extraño concebir a un médico que supiera de los mitos griegos. Hasta que leíste con fruición el libro de William M. Johnston que citas en la entrada anterior. Los conceptos se aclararon. Las presencias de Edipo y a Electra respondieron a la imbricación del doctor Freud en la cultura de su tiempo. El psiquiatra vienés era uno más entre los miles de coetáneos que estudiaron en los Gymnasien del Imperio Austro-Húngaro. Año tras año en una larga sucesión de cursos, se empaparon de latín y griego. Esto sucedía desde los primeros años de formación y, como resultado, los intelectuales centroeuropeos especialistas en todas las disciplinas llevaron impregnado en sus pensamientos y en sus palabras el aroma de los mitos de la Antigüedad. Sólo si conoces este dato podrás entender cómo un médico, un científico, poseía ese dominio de los referentes más elementales de la cultura occidental y les daba nueva vida ajustándolos a unas circunstancias tan diferentes de aquellas que los vieron nacer.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
136.
Te atrae el Imperio Austro-Húngaro. Cuando se oye mencionar ese nombre, la gente piensa en Sissi o en apolillados miriñaques. Los más informados asocian el Imperio a los valses de los Strauss y, si han viajado a Viena, rememoran los monumentos que la engrandecen. Hay quienes van más allá y conocen que la capital de la Monarquía fue sede de movimientos culturales de vanguardia, como la Secesión, con artistas de la talla de Schiele o Klimt, de economistas que asentaron las bases de la economía liberal en el siglo XX, de músicos como Alban Berg o Schönberg, rupturistas con las armonías que habían dominado la música occidental desde siempre. Hay mucho, mucho más de lo que incluso las personas ilustradas pueden llegar a saber del caldo siempre en ebullición que se cocía entre los muros de esos edificios que se remansaban al rumor del Danubio. Junto a todas esas aportaciones, hay una característica que te seduce también. Es ese intento de reunir un conglomerado dispar de pueblos bajo una misma organización política. La Monarquía de los Habsburgo pugnó durante el siglo XIX y los principios del XX, cuando el auge de los nacionalismos asolaba Europa, por estructurar una administración en la que tuvieran cabida todas las religiones, todas las razas, todos los idiomas. Fue una lucha continua que se derrumbó al final de la I Guerra Mundial. Frente a quienes veían y ven en el viejo Imperio una reliquia de tiempos superados, tú ves un experimento moderno cuyo fracaso fue el símbolo de la ruina de una Europa esquilmada material y espiritualmente por los nacionalismos. En cuanto a los excesos, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra o cerramos el tenderete de la historia.
William M. Johnston, El genio austrohúngaro (Oviedo, KRK Ediciones 2009) es un excelente, detalladísimo y completo estudio sobre la fuerza que aquel Imperio supo inyectar en los espíritus de sus habitantes y desde ellos a Europa y el mundo. Por otro lado, una clarividente visión de las dificultades sufridas por la Monarquía de los Habsburgo para mantener cohesionado el Imperio resaltando sus semejanzas con la actual macedonia de Autonomías y nacionalismos de aldea en España es el libro de Francisco Sosa Wagner & Igor Sosa Mayor, El estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España, Madrid, Trotta, 2007.
William M. Johnston, El genio austrohúngaro (Oviedo, KRK Ediciones 2009) es un excelente, detalladísimo y completo estudio sobre la fuerza que aquel Imperio supo inyectar en los espíritus de sus habitantes y desde ellos a Europa y el mundo. Por otro lado, una clarividente visión de las dificultades sufridas por la Monarquía de los Habsburgo para mantener cohesionado el Imperio resaltando sus semejanzas con la actual macedonia de Autonomías y nacionalismos de aldea en España es el libro de Francisco Sosa Wagner & Igor Sosa Mayor, El estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España, Madrid, Trotta, 2007.
martes, 9 de noviembre de 2010
135.
Alemania puede ser el prototipo de ese espíritu europeo sensible tanto para las artes como para la guerra. Perfecta en su desarrollo técnico para construir y para destruir. Sabia hasta la cima para lo bueno y para lo malo. Heredera de las fuentes primigenias de lo europeo tanto como dispuesta a innovar en cualquier dirección. Laboriosa y organizada tanto como ciega y obstinada. Hasta que terminó la II Guerra Mundial. Entonces, derrotada, emprendió el camino de la regeneración y, fiel a sus raíces, se ha encumbrado a la prosperidad y a la libertad. Alemania, europea hasta la médula, donde lo peor y lo mejor del espíritu del Viejo Continente tienen su asiento. De este modo, vuelves a Stefan Zweig, alemán de lengua, europeo íntegro como sólo un judío austríaco podía serlo, orgulloso de sus raíces dobles, suicidado en una tierra extraña y lejana por culpa de los excesos de sus patrias. Después de tanto desastre y de tanto campo arrasado, de tantas lágrimas y tanta desesperación, no te extraña que Europa se sienta exhausta, incrédula, abatida moralmente y pusilánime. Debes comprender que pocos pueblos en el mundo pueden tener en su memoria colectiva tanta experiencia del miedo como tu querida Europa. Y el miedo, como bien sabes, paraliza.
lunes, 8 de noviembre de 2010
134.
Hubo una vez en Sevilla, la ciudad donde naciste, una exposición llamada Universal. Fue allá por principios de los años noventa del siglo XX. Multitud de países enviaron a sus representantes y construyeron una ciudad efímera donde el plástico y el cristal extendían su ambición por encima del ladrillo y el cemento. Todo fueron parabienes, modernidades y retórica. También dinero, mucho dinero y la corrupción que siempre lo acompaña cuando se junta con el poder político. Visitaste muchos pabellones, denominación oficial de esas casetas de diseño y fanfarria que constituían el orgullo del tingladillo. Probaste muchos platos más y menos exóticos. Y tuviste una pequeña iluminación. En el sentido primario de este término: la constatación de una realidad evidente que otras presencias más apabullantes ocultan y cuyo desvelamiento conduce a un nivel superior de saber y, por ahí, de conducta. Fue en el pabellón de la Comunidad Europea. Entonces no era aún Unión Europea. Paseando por los laberintos del pabellón te diste cuenta de que la historia de Europa es el relato de una continua guerra de todos contra todos. Eso es sabido, pero en aquella ocasión, se te presentó con claridad desbordante. ¿Cómo unir unos pueblos cuyas relaciones están más llenas de sangre que de sonrisas? El colofón de esa historia llena de muerte y desolación es el siglo XX. En el solar del Viejo Continente se gestaron las ideologías más terribles y las excusas más elaboradas para el exterminio. Aquí nació el nacionalsocialismo con sus campos de concentración y nació el comunismo, con sus cien millones de asesinados a sus espaldas. Sin el comunismo nacido en Europa, hubieran sido imposibles las matanzas de Mao en China y las de Pol Pot en Camboya; sin el militarismo colonial europeo y los fascismos no hubiera sido posible el Japón expansionista de las primeras décadas del siglo XX. Son escuetos ejemplos de la universalidad de esa parte maligna de la mente europea. Las llanuras, los ríos y las montañas de Europa contemplaron las dos guerras más aniquiladoras y sangrientas de la humanidad, en la que sus víctimas se cuentan por millones y en todas las escalas de la vida humana, desde ancianos hasta recién nacidos. La luz que el cristianismo y la Ilustración difundieron por el mundo estaba envuelta en un insidioso papel de regalo de color púrpura oscuro. Todo cambió tras las mareas de sangre que inundaron esta tierra durante la II Guerra Mundial. Tan radical fue su capacidad de aniquilación que los europeos no han vuelto a dirigir sus armas unos contra otros. Salvo el paréntesis de los siempre convulsos Balcanes durante los años noventa, claro está.
domingo, 7 de noviembre de 2010
133.
Umberto Eco es un especialista en semiología, esa disciplina etérea que briega con el significado de los signos. También es un experto en el Medioevo. Leíste en su momento El nombre de la rosa y te gustó. Lees ahora Baudolino y la has terminado, detalle que dice que has podido degustarla en cierto modo, aunque con frecuencia el conocedor del mundo medieval venza al novelista. Eco es un erudito metido a literato. Domina la técnica y la gestiona con destreza artesanal. Aunque la hayas disfrutado en ciertos momentos, has debido saltarte alguna que otra página porque el despliegue del bestiario medieval o las delicadezas silogísticas de aquella cultura te resultaban cargantes. La trama no acaba de enlazarse con soltura y da a veces la impresión de costurones. Está bien, pero no es una excelente novela.
Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.
Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.
sábado, 6 de noviembre de 2010
132.
Ante un europeo integral como Stefan Zweig, te duele el sentimiento hipercrítico con la historia y la cultura europea que los propios habitantes del continente manifiestan continuamente. No necesitan que vengan de fuera a resaltar todo aquello que de negativo ha brotado en su solar. Se bastan y se sobran para denigrarse los propios europeos. La tradición cultural se desprecia a favor de otras manifestaciones calificadas de más genuinas y más puras. Los logros de la ciencia europea se perciben como el preludio del Apocalipsis. Las concepciones políticas alcanzadas tras milenios de pugna por la libertad del individuo, se desprecian por ser estimadas como simples manifestaciones de un orden social sucio, corrupto e injusto. Los europeos se están despojando con vergüenza de su cultura. En otras ocasiones, no se ocultan ante los ojos del resto del mundo con el rostro enrojecido, sino que se dejan envolver en la pasividad y en la indiferencia ante lo que fue y es Europa. Y como es tanto el rechazo a lo europeo, la inquina hacia los EE.UU. se pavonea por doquier en los centros neurálgicos de la intelligentsia del Viejo Continente, bien consciente como es de que en el norte de América ha cuajado el logro más elaborado del ideal europeo. Te apena este desprecio y esta ceguera que no llevará más que a la extinción cultural de Europa.
viernes, 5 de noviembre de 2010
131.
Zweig mira su infancia con los ojos de todos los niños que han sido felices. Aquel mundo no fue idílico, como ninguno antes y ninguno después; pero te regala una visión que te agrada. Para entender sus palabras debes pensar en su origen judío y en la posición que la burguesía judía ocupaba en Viena durante el Imperio. Bien te dice Hannah Arendt en uno de sus libros que los judíos de Galitizia o de Rutenia no pasaban de ser pobres campesinos incultos despreciados por todos. Pero Zweig era un joven nacido en el hogar de una familia judía cuya situación había sido favorecida por las atenciones que los Habsburgo habían vertido sobre su linaje. También Arendt da cuenta de esas diferencias entre los estratos sociales de los hijos de Moisés y de cómo esa cercanía a la más alta institución del estado provocó las envidias y los resentimientos de otros sectores que pensaban eran los únicos merecedores de los favores imperiales. No te extraña que añorase sus primeros años protegido por el manto del monarca y por la clara noción de que el campo de desarrollo de los judíos era el terreno de sus propias capacidades intelectuales, ya que otros ámbitos les estaban vedados. Tampoco te extraña que tras los años de huida, perseguido por el antisemitismo europeo, acabase sus días en Brasil, suicidado junto a su esposa, en plena II Guerra Mundial, abandonado de esperanzas y desilusionado por la pérdida de todos aquellos valores que sustentaron su existencia. Con la muerte de Zweig moría una idea de Europa y triunfaba la barbarie.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006. Véase en especial la primera parte: “Antisemitismo”, páginas 65-207.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006. Véase en especial la primera parte: “Antisemitismo”, páginas 65-207.
jueves, 4 de noviembre de 2010
130.
Pertenecía el relato que sigue a un proyecto de libro. Querías escribir una serie de monólogos puestos en boca de heroínas de la mitología griega donde se expresarían en un modo diferente al que nos han transmitido las viejas leyendas. Desistes de intentar perseguir a lazo quien lo publique. Hoy en día los mitos griegos son desconocidos incluso por los lectores cultos y es preciso conocer la versión tradicional para valorar el giro que imprimes al asunto. Y no era cuestión de encabezar el libro con un pequeño tratado de mitología ni advertir al lector que debe acudir a los libros o a internet para ponerse al día. Por otro lado, estás cansado de que lo que escribes no interese a nadie tanto como para gastarse unos euros en comprar tus libros. Así que vas a ir poniéndolos en este blog. Y que los lectores sean comprensivos.
ISMENA
Nunca resultó fácil ser hija de Edipo. Interpretad esta primera frase como una excusa, si queréis. La he usado en innumerables ocasiones y siempre fue recibida por quienes la oían con un gesto de asombro, al que seguía el horror y, finalmente, la compasión. Nunca fue fácil haber sido hija de un padre incestuoso, del que era, al mismo tiempo, hermanastra. Tampoco lo fue soportar sobre mis hombros la maldición que los dioses habían decretado sobre mi padre y sus descendientes. Creedme que no resulta sencillo intentar comprender la razón de esa permanencia de la culpa más allá de las vidas de sus perpetradores. Pero no es tarea de un mortal someter a razones la voluntad de los dioses y no seré yo quien encabece la fila de los que pretenden poner en cuestión la mente de los inmortales. Yo menos que nadie, como podréis comprender. Porque los dioses no me concedieron el empuje de mi hermana, ni la ambición de mis hermanos y menos aún la dignidad de un padre que, al ser consciente de su destino, emprendió el camino por el sendero más áspero y decidió seguirlo sin reproches a nada ni a nadie. Ni siquiera mi madre dejó en mí rastros de su coraje al suicidarse. Ninguna de esas cualidades me adornó mientras pisaba la tierra de los vivos. No obstante, algo dejaron caer sobre mis hombros los dioses; pero hay discrepancias sobre su aspecto. Quienes se sienten solidarios con mi peripecia sostienen que fui símbolo de lo razonable, de lo comedido; que mis palabras y mis actos eran la manifestación de un espíritu realista y equilibrado. Almas bondadosas, sin duda, pero equivocadas. El sello que estaba impreso sobre mi corazón era el baldón de la cobardía. Otros lo han visto así y lo han expresado, aunque hayan tenido que enfrentarse con esa visión embellecida que cree ver los tiempos antiguos orlados de hermosos tejidos donde la sabiduría, el valor, la gallardía y la belleza se entretejen en una tela coloreada de los más armónicos tonos. No fue así, por más que la imaginación de las generaciones posteriores adornaran de comprensibles ornamentos la realidad de nuestros viejos días, tan agónica y llena de zozobra como los de las infinitas generaciones de mortales que se han sucedido y se sucederán hasta el incendio final del ciclo que vivimos. Mi realidad era tan elemental como la de cualquier otro, aunque se viera rodeada de circunstancias extremas. Y mi respuesta fue la cobardía ante la decisión de mi hermana Antígona. Mientras vivió mi padre, cumplí con mis obligaciones de hija y lo acompañé hasta su muerte. En esa labor no era necesario hacer gala de cualidades sobresalientes. Es fácil para una hija amar a su padre. La única virtud que debe mostrarse es la paciencia. Nada de arrojo, ni de empuje; nada de iniciativa, ni previsiones. Sólo se espera de una que obedezca los deseos del anciano a cuyo lado pasas los días y las noches. Se espera que te muestres dócil y aceptes con resignación las veleidades de quienes, al ver cercano su final, creen compensar la despedida con un retorno imposible a los días de la infancia. Ser una hija amorosa con un padre es más fácil que enfrentarse a la muerte ante alguien poderoso. Sobre todo, si pensamos que el resultado final de las atenciones filiales es la liberación en el momento de la muerte de quien provoca los desvelos. En cambio, cuando uno se enfrenta al poderoso, el resultado final es la propia desgracia, la propia muerte. Y en ese momento creí que ya había sufrido bastante. Mi vida había sido una peregrinación desde que aquel infausto día que mi padre fue consciente de la trampa que los dioses le habían tendido y decidió aceptar sus consecuencias. Marchábamos de un lugar a otro mientras en Tebas mis hermanos se peleaban alrededor de un trono mancillado por la infamia y la desdicha. ¿Debía yo perecer junto a mi hermana en razón de una historia llena de agravios a los dioses y a los hombres de las que no era responsable? El objeto de la lección de los dioses era mi padre. En él quisieron dar a entender a los mortales su insignificancia y sus admoniciones para que siempre tuvieran presentes en sus almas quiénes gobiernan el mundo. Edipo fue quien debía sobrellevar en sus hombros el peso de la educación del género humano. Bastante hice con cuidar de su alma y de su cuerpo hasta que expiró y dejó de arrastrar sobre la tierra su miserable condición de ser vivo. En cuanto a Etéocles y Polinices, mis hermanos, maldito sea el día en que nacieron. Allá ellos con sus ambiciones, con sus deslealtades, con sus rencillas, con sus conjuras, con ese amor desmedido por la sangre que comparten con todos los varones. Yo nos soy como ellos. Primero, porque soy mujer y no entiendo de combates, ni me interesan los cadáveres de los enemigos ni los placeres de quienes se sienten superiores. Segundo, porque haber nacido mujer es irrelevante para el hecho de no sentirme obligada a respetar unas normas que proceden de aquellos que han convertido mi vida en un suplicio. Si los dioses ordenan que los muertos sean enterrados, que cumplan esas leyes quienes consideran oportuno obedecerles. Por nada arriesgaría mi vida para enterrar a un ambicioso y cumplir así unos preceptos que difícilmente pueden ser justos cuando provienen de quienes en modo alguno se han comportado justamente. Al fin, mi destino fue el mismo que padecen todos los mortales. En el Hades no hay diferencia entre quienes han sido honrados y quienes han sido criminales. Y no creáis a aquellos poetas que en algún momento de sus obras pusieron en mi boca unas palabras de compañía para mi hermana. Nunca fue mi voluntad hacerme responsable con ella de transgredir el decreto que mi tío Creonte había promulgado. Jamás lo hice. Para aquellos viejos escritores la cobardía era algo tan inconcebible que debía adornar mi papel en su obra con un toque de gallardía, de solidaridad con mi hermana, tan llena de ceguera, tan soberbia. Cuando reconoció su delito, yo, que estaba a su lado en el salón del palacio, aseguré que nada tenía que ver con el hecho, que todo había sido invención y obra de Antígona, que yo estaba en mis aposentos del palacio tejiendo, labor propia de mujeres. Y puse a los pies de Creonte la tela que estaba elaborando para un peplo que deseaba vestir durante los festivales en honor de Cadmo, el fundador de Tebas, el antepasado de Creonte y de nuestra familia. Antígona me miró con una sonrisa. Nada hubo se reproche en su mirada, sino de comprensión. Por eso la admiré siempre y la quise. No por ser la heroína de quienes piensan que los dioses están antes que los poderosos de este mundo, sino porque, en medio de su soberbia, de su obstinación, de su infructuoso valor, ardía una llama de amor y de comprensión hacia las debilidades humanas. Así murió, agitadamente, como murieron todos los de la estirpe de Edipo, salvo yo. Mis días se apagaron plácidos en mis aposentos del palacio de Tebas y no quise tener hijos para que la maldición de los dioses no tuvieran carne en la que cebarse nunca más. La ancianidad y la muerte llegaron como una ligera brisa en ese verano con sol despiadado que es la vida. Pensad, decid y haced lo que se os antoje, porque no me importa. Poco puede impresionar ni en la vida ni en la muerte a la que fue hija de Edipo, que vivió como una cobarde, pero murió anciana y en paz.
ISMENA
Nunca resultó fácil ser hija de Edipo. Interpretad esta primera frase como una excusa, si queréis. La he usado en innumerables ocasiones y siempre fue recibida por quienes la oían con un gesto de asombro, al que seguía el horror y, finalmente, la compasión. Nunca fue fácil haber sido hija de un padre incestuoso, del que era, al mismo tiempo, hermanastra. Tampoco lo fue soportar sobre mis hombros la maldición que los dioses habían decretado sobre mi padre y sus descendientes. Creedme que no resulta sencillo intentar comprender la razón de esa permanencia de la culpa más allá de las vidas de sus perpetradores. Pero no es tarea de un mortal someter a razones la voluntad de los dioses y no seré yo quien encabece la fila de los que pretenden poner en cuestión la mente de los inmortales. Yo menos que nadie, como podréis comprender. Porque los dioses no me concedieron el empuje de mi hermana, ni la ambición de mis hermanos y menos aún la dignidad de un padre que, al ser consciente de su destino, emprendió el camino por el sendero más áspero y decidió seguirlo sin reproches a nada ni a nadie. Ni siquiera mi madre dejó en mí rastros de su coraje al suicidarse. Ninguna de esas cualidades me adornó mientras pisaba la tierra de los vivos. No obstante, algo dejaron caer sobre mis hombros los dioses; pero hay discrepancias sobre su aspecto. Quienes se sienten solidarios con mi peripecia sostienen que fui símbolo de lo razonable, de lo comedido; que mis palabras y mis actos eran la manifestación de un espíritu realista y equilibrado. Almas bondadosas, sin duda, pero equivocadas. El sello que estaba impreso sobre mi corazón era el baldón de la cobardía. Otros lo han visto así y lo han expresado, aunque hayan tenido que enfrentarse con esa visión embellecida que cree ver los tiempos antiguos orlados de hermosos tejidos donde la sabiduría, el valor, la gallardía y la belleza se entretejen en una tela coloreada de los más armónicos tonos. No fue así, por más que la imaginación de las generaciones posteriores adornaran de comprensibles ornamentos la realidad de nuestros viejos días, tan agónica y llena de zozobra como los de las infinitas generaciones de mortales que se han sucedido y se sucederán hasta el incendio final del ciclo que vivimos. Mi realidad era tan elemental como la de cualquier otro, aunque se viera rodeada de circunstancias extremas. Y mi respuesta fue la cobardía ante la decisión de mi hermana Antígona. Mientras vivió mi padre, cumplí con mis obligaciones de hija y lo acompañé hasta su muerte. En esa labor no era necesario hacer gala de cualidades sobresalientes. Es fácil para una hija amar a su padre. La única virtud que debe mostrarse es la paciencia. Nada de arrojo, ni de empuje; nada de iniciativa, ni previsiones. Sólo se espera de una que obedezca los deseos del anciano a cuyo lado pasas los días y las noches. Se espera que te muestres dócil y aceptes con resignación las veleidades de quienes, al ver cercano su final, creen compensar la despedida con un retorno imposible a los días de la infancia. Ser una hija amorosa con un padre es más fácil que enfrentarse a la muerte ante alguien poderoso. Sobre todo, si pensamos que el resultado final de las atenciones filiales es la liberación en el momento de la muerte de quien provoca los desvelos. En cambio, cuando uno se enfrenta al poderoso, el resultado final es la propia desgracia, la propia muerte. Y en ese momento creí que ya había sufrido bastante. Mi vida había sido una peregrinación desde que aquel infausto día que mi padre fue consciente de la trampa que los dioses le habían tendido y decidió aceptar sus consecuencias. Marchábamos de un lugar a otro mientras en Tebas mis hermanos se peleaban alrededor de un trono mancillado por la infamia y la desdicha. ¿Debía yo perecer junto a mi hermana en razón de una historia llena de agravios a los dioses y a los hombres de las que no era responsable? El objeto de la lección de los dioses era mi padre. En él quisieron dar a entender a los mortales su insignificancia y sus admoniciones para que siempre tuvieran presentes en sus almas quiénes gobiernan el mundo. Edipo fue quien debía sobrellevar en sus hombros el peso de la educación del género humano. Bastante hice con cuidar de su alma y de su cuerpo hasta que expiró y dejó de arrastrar sobre la tierra su miserable condición de ser vivo. En cuanto a Etéocles y Polinices, mis hermanos, maldito sea el día en que nacieron. Allá ellos con sus ambiciones, con sus deslealtades, con sus rencillas, con sus conjuras, con ese amor desmedido por la sangre que comparten con todos los varones. Yo nos soy como ellos. Primero, porque soy mujer y no entiendo de combates, ni me interesan los cadáveres de los enemigos ni los placeres de quienes se sienten superiores. Segundo, porque haber nacido mujer es irrelevante para el hecho de no sentirme obligada a respetar unas normas que proceden de aquellos que han convertido mi vida en un suplicio. Si los dioses ordenan que los muertos sean enterrados, que cumplan esas leyes quienes consideran oportuno obedecerles. Por nada arriesgaría mi vida para enterrar a un ambicioso y cumplir así unos preceptos que difícilmente pueden ser justos cuando provienen de quienes en modo alguno se han comportado justamente. Al fin, mi destino fue el mismo que padecen todos los mortales. En el Hades no hay diferencia entre quienes han sido honrados y quienes han sido criminales. Y no creáis a aquellos poetas que en algún momento de sus obras pusieron en mi boca unas palabras de compañía para mi hermana. Nunca fue mi voluntad hacerme responsable con ella de transgredir el decreto que mi tío Creonte había promulgado. Jamás lo hice. Para aquellos viejos escritores la cobardía era algo tan inconcebible que debía adornar mi papel en su obra con un toque de gallardía, de solidaridad con mi hermana, tan llena de ceguera, tan soberbia. Cuando reconoció su delito, yo, que estaba a su lado en el salón del palacio, aseguré que nada tenía que ver con el hecho, que todo había sido invención y obra de Antígona, que yo estaba en mis aposentos del palacio tejiendo, labor propia de mujeres. Y puse a los pies de Creonte la tela que estaba elaborando para un peplo que deseaba vestir durante los festivales en honor de Cadmo, el fundador de Tebas, el antepasado de Creonte y de nuestra familia. Antígona me miró con una sonrisa. Nada hubo se reproche en su mirada, sino de comprensión. Por eso la admiré siempre y la quise. No por ser la heroína de quienes piensan que los dioses están antes que los poderosos de este mundo, sino porque, en medio de su soberbia, de su obstinación, de su infructuoso valor, ardía una llama de amor y de comprensión hacia las debilidades humanas. Así murió, agitadamente, como murieron todos los de la estirpe de Edipo, salvo yo. Mis días se apagaron plácidos en mis aposentos del palacio de Tebas y no quise tener hijos para que la maldición de los dioses no tuvieran carne en la que cebarse nunca más. La ancianidad y la muerte llegaron como una ligera brisa en ese verano con sol despiadado que es la vida. Pensad, decid y haced lo que se os antoje, porque no me importa. Poco puede impresionar ni en la vida ni en la muerte a la que fue hija de Edipo, que vivió como una cobarde, pero murió anciana y en paz.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
129.
Mientras estabas en el hospital, un familiar te regaló con inmejorable acierto El mundo de ayer de Stefan Zweig. En ese momento no pudiste leerlo porque una de las secuelas de tu enfermedad te mantenía los ojos dando vueltas sin cesar y te impedía fijar la vista. Cuando pudiste leer, te abismaste en la lectura del libro y volviste a sentir la fuerza amable del vienés. Tras el prefacio, sus primeras palabras suenan como una campanada en el lector: Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podían encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones.
Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2002. Páginas 17-18.
Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, Acantilado, 2002. Páginas 17-18.
martes, 2 de noviembre de 2010
128.
La vida es tan corta y los libros son tan numerosos. Tienes en lista de espera las novelas de Stefan Zweig. Le debes mucho. No sólo las horas de placer que experimentaste con sus obras, sino el descubrimiento de un mundo que ocupó tu vida durante muchos años. Recuerdas con ternura su biografía de la reina María Antonieta, con sus fuertes dosis de documentación, su estilo seductor, su tono de imparcial proximidad con la protagonista. Durante varios años, la leías antes de empezar el curso. Ha sido uno de los pocos libros al que le has dedicado la ceremonia de la relectura. La primera vez fue un devorar de páginas sin horas. Las sucesivas fueron descubrimiento de matices inadvertidos previamente. Te apasionaba la historia de esa mujer ignorante, inconsciente y frívola que todo lo tuvo a su alcance para terminar siendo la última de las últimas en el cadalso. Salvó el trance con dignidad, después de haber madurado en la desgracia, como le sucede a todo ser viviente. Luego, vinieron los Momentos estelares de la humanidad. La narración de la caída de Constantinopla te arrebató hasta tal punto que Bizancio se convirtió en el centro de tu atención intelectual durante decenios. Y terminaste por elaborar tu tesis doctoral sobre Ana Comnena, una princesa e historiadora bizantina del siglo XII. Más tarde reflexionaste sobre los lazos que podían conectar ambos episodios y descubriste que tanto la Reina de Francia como la ciudad de Constantino te llamaban la atención tan apasionadamente porque representan la destrucción de lo que ha sido bello y poderoso, la reducción a la nada de lo que un día vivió en unas condiciones admiradas y envidiadas. Aunque también pudiera ser que hubiera un ápice de indignación ante la barbarie asolando la armonía y la belleza.
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